Antes de entrar en materia se impone una precisión en cuanto al título: a Cervantes le ha sucedido lo contrario que al cuadro de Saturno, ya sea el de Goya o el de Rubens, y el hijo, don Quijote, ha acabado por fagocitar al padre, don Miguel, al punto de que existe una íntima comunión entre ambos y, por extensión, entre la realidad y la ficción, engrandeciendo el mito, que deviene único.

Es decir, que en realidad abordaré el parecer que Cervantes tenía de las mujeres, de las que siempre vivió rodeado. Fue su madre, Leonor de Cortinas, y no su mediocre padre, la que le incitó a sus primeras lecturas. Por su parte, las acusaciones de sodomía que se vertieron contra él tras su cautiverio en Argel, los públicos escándalos sexuales de sus hermanas (que siempre intentó ocultar), su relación con la casada Ana Franca de Rojas, de quien tuvo una hija, Isabel de Saavedra, y su posterior matrimonio sin descendencia con Catalina de Palacios, acrecentaron la lista de maledicencias y quizá motivaron que en sus libros se advierta una perspectiva liberadora de la mujer, sometida al rigor de la castidad: “Pierda yo alientos de vida/ no los candores de casta”, como escribe Acevedo en Dicha y desdicha del juego y devoción de la virgen, cuyo título es harto significativo.

El punto de partida no puede ser otro que constatar el estatus que la mujer tenía en nuestro Siglo de Oro. Como heredera de Eva, la mujer seguía siendo la encarnación del mal, aunque los moralistas –sobre todo los más progresistas: Vives, Erasmo, fray Antonio de Guevara, fray Luis de León- irían abandonado esta actitud misógina para centrarse en modelos de comportamiento necesarios para alcanzar la perfección. La virtud consistía en que la mujer tuviera “gravedad para salir fuera, cordura para gobernar la casa, paciencia para sufrir al marido, amor para criar a los hijos, diligencia para guardar la hacienda, cumplida en cosas de honra y muy enemiga de liviandades de moza”, según las Epístolas familiares de Guevara. La perfecta casada de fray Luis de León se pronuncia en términos similares.

La perspectiva de la mujer no era, pues, muy halagüeña, teniendo en cuenta que la alternativa al oficio del matrimonio era el convento: “sea mi sepulcro el claustro/ de un convento, en el que ignorada/ la vida…”, como expresa Calderón en El pintor de su deshonra.

Cierto es que la comedia áurea -particularmente en Lope y aún más en Tirso- fue transgresora y reivindicó para la mujer otro papel en la sociedad, pero ello obedecía al tópico del “mundo al revés”, que despertaba en el espectador más hilaridad que conciencia liberal.

Cervantes sí se muestra más abiertamente defensor de la mujer en un sociedad estratificada y patriarcal donde solo imperaban los valores del cristianismo contrarreformista y la honra. La variedad de personajes femeninos del Quijote tienen un lugar común: son acabados retratos de carne y hueso representativos de todas las clases sociales; y así, encontramos acicaladas damas de la Corte (también cortesanas, en su otra acepción) y mozas cuyos alientos huelen a ajo.

Dulcinea, símbolo del ideal del amor cortés propio de las novelas de caballerías (no en vano es el trasunto de Oriana, la enamorada de Amadís), es un sueño de la mente quijotesca y, por tanto, la excepción, pero resulta una sublime creación literaria de Cervantes, a la que además don Quijote le dedica una de las frases amorosas más bellas jamás escritas: “Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser” (I, 30).

Existen en El Quijote pasajes que, sacados de contexto, pueden resultar misóginos, e incluso protagonistas arquetípicas (Clara, Camila, Zoraida, Luscinda, Maritornes, la mujer de Sancho Panza) y, en consecuencia, adocenadas a las costumbres de la época y sin aparente profundidad psicológica. Pero en verdad representan hitos a partir de los cuales se desarrolla el mundo femenino cervantino, pletórico de mujeres dignas y avizoras de la perversidad del hombre.

Es la pastora Marcela quien sintetiza el pensamiento de Cervantes/don Quijote hacia la mujer y su larga digresión para rechazar a Grisóstomo, que ahora solo extracto, debería figurar –convenientemente contextualizada- en los anales del ideario feminista: “Yo nací libre, y para poder vivir libre elegí la libertad de los campos […] El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo que amar por elección es escusado.” (I, 7).

Libertad para elegir; libertad de pensamiento; libertad para acatar o rechazar convenciones religiosas y sociales; libertad, en fin, para vivir con dignidad; o dicho sea en boca del Caballero de la Triste Figura: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que dieron los cielos” (2, LVIII).

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