Pasó el día de San Antón en la España-bajo-cero de cuestas de Enero. En Los Madriles, tan precoces ellos, ya estábamos celebrando el Santo desde el finde. Fue con pregón y todo, en concierto con ecos hasta Alonso Martínez desde el templo sito en la calle Hortaleza; receptora de filas benditas de creación animal. Eran éstas, colas alegres de mascotas dispares: perros, gatos, tortugas, serpientes, coleópteros, centollos que han sobrevivido a la Navidad, algún percebe amarrado a su roca, ostras escépticas que se mueven en dialéctica inmanente rehusando un agua dulce y bendita, incluso alguna mosca cojonera que, un día de verano, llegó al salón para quedarse a gemir, colibrís traviesos, cacatúas del barrio de Salamanca, loros piratas de San Blas, en fin.



Desfilaba así la Creación, con los vecinos haciendo de Noé frente al protagonismo de un santo al que le dejan poco espacio en su parroquia, más famosa por la militancia y carisma de un párroco que reivindica su utopía activista.. Se creaba este finde un puente cósmico entre la trascendencia y el instinto, entre la santidad y el “mascoteo”, forjando casi un arcoiris como el que gastan los balcones en calles enfrente al templo. Dos protecciones, pues, se fundían: la compañía celestial de los santos y la doméstica del Génesis.



Nos gusta San Antón y el ambiente que destila, muy parejo en la España castiza, que goza dibujando su espíritu en estas romerías goyescas y berlanguianas. Hoy en día, en que la soledad es un dogma sublimado que todo el mundo parece buscar, se une un animalismo sacro que absuelve a cualquier ente vivo, dejando crecer unas filas de fieles que se multiplican en un milagro de una nueva evangelización no prevista por el Concilio y demás efectos colaterales.



El milagro hace que San Antón se biloque en cura progre mientras el género animal se absuelve en un catolicismo con canon de mascota. Entre medias, ese sujeto bípedo y perdido que se llamaba hombre y que se va inventando a cada paso en roles de géneros distintos, canoniza una compañía que sostiene su alma en el vértigo frágil de la autoestima.

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