El hecho quizás más importante, socio culturalmente hablando, en la vida mundial de las últimas décadas nos parece que es el, ya tantas veces señalado, de la "revolución mediática", con la conversión que conlleva de la vida pública en algo próximo a lo que Mcluhan llamó la "aldea global".

Hecho que se ha traducido también en la irrupción de lo local, minoritario y periférico, antes relegado y que ahora prácticamente alcanza un grado de expresión inusitado, desplazando en muchos casos a lo tenido por valores centrales, universales, cosmopolitas, etc. Las moda de los espectáculos musicales étnicos, de los problemas de los emigrantes forasteros, de los ecos y cotilleos de la  sociedad local, de la cultura como espectáculo y entretenimiento banal, llenan hoy prácticamente los medios audiovisuales, o al menos acompañan continuamente a otros contenidos de tipo cultural más elevado, que si no han desaparecido totalmente, tienden a ser neutralizados progresivamente, al ser equiparados, para muchos efectos, con aquellos.

Podría pensarse que esto es lo ideal y que, en definitiva, al fin se consigue una liberación largamente ansiada en la que se paga el precio de un cierto caos o desfondamiento de valores generales o universales, una caída en el localismo, para que se puedan manifestar libremente, y en condiciones de igualdad diferencial, determinados colectivos sociales tradicionalmente minoritarios o localistas (gays, feministas, nacionalistas, regionalistas, etc.).

También es un hecho que anteriormente ninguno de estos colectivos, a pesar de que existían múltiples periódicos o incluso diversas cadenas de radio y televisión, tenían una presencia tan importante como la alcanzada en los últimos  años. Pero, además, estos grupos no solamente aparecen bajo estas fórmulas, lo que podría entenderse como una política sensata de búsqueda de unidad frente a problemas comunes a las minorías integrantes, sino que curiosamente tratan de ser, no un mero complemento o rectificación de la política de las mayorías, naturalmente dominante en la democracia, sino que tratan, muchas veces, de suplir a la propia mayoría, de convertirse en su alternativa.

Y por ello se hacen ver tratando de ocupar en los medios de comunicación los lugares reservados hasta ahora a las mayorías. Las minorías han dejado por ello ya de ser el coro de la escena democrática para empezar a convertirse en los protagonistas. Si para Ortega el hecho nuevo que rige la primera mitad del siglo XX es "la masa, que, sin dejar de serlo suplanta a las minorías ", para nosotros, por el contrario, y parodiándole, el hecho nuevo de la segunda mitad del siglo XX, se puede formular invirtiendo los términos: las minorías que, sin dejar de serlo, suplantan a las masas.

Es preciso por ello constatar los cambios políticos que ha sufrido la democracia en las últimas décadas que la han convertido en una democracia degenerada, atravesada de escándalos y de corrupciones. La consecuencia necesaria que aparece, no ya como un abuso, sino como el uso debido que se desprende en tal situación, es la existencia de una hipo-democracia en la que, como reacción natural, las minorías actúan ya sin ley, como lobbies o grupos de presión, imponiendo por la fuerza y al margen de la ley, o por impotencia de la misma, sus aspiraciones minoritarias.

Es cierto que las minorías, que habían empezado a brotar y organizarse como tales, a principios del pasado siglo, desertaron durante un tiempo de la vida pública o fueron aplastadas o mantenidas a raya por la el papel predominante de las masas en la democracia. Eso ocurrió ciertamente en el periodo de dominio del comunismo estalinista y del fordismo americano, es decir durante la Guerra Fría. Y en España durante el franquismo. En aquella época los intelectuales de izquierda todavía estaban subordinados a las masas y lo contrario se veía como una enfermedad infantil izquierdista. Paulatinamente los intelectuales irán pasando a engrosar las filas de los micro-nacionalismos y los regionalismos localistas, de los diferencialismos sexuales o de género, etc.

Lo característico de hoy es que el minoritario fanático tiene ya la fuerza suficiente para afirmar el derecho al fanatismo, al fundamentalismo, y trata de imponerlo por todos los medios. Si en la época de la rebelión de las masas ser diferente era  indecente, en la época de la rebelión de las minorías, lo indecente es "estar integrado" en los gustos y costumbres tradicionalmente mayoritarios.  Las minorías rebeldes desprecian pues todo lo nivelador, universalista, cosmopolita. Ahora lo que cuenta es sentirse diferente y tratar de vivir al margen de lo tradicional, encarnación de Satán, poco más o menos. Es el triunfo de lo “políticamente correcto” que, como todo exceso, ha provocado ya su primera reacción en la figura de Trump, en una dirección que parece la exactamente contraria.

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