Un niño de nueve años va caminando, con su pequeña mochila repleta de libros y lápices en el estuche, una agenda escolar donde a parte de decorarla con alguno de sus dibujos apunta las tareas a hacer y notita en un post-it pegada en ella de sus padres que dice que pase un buen día, dirigiéndose a su colegio.
¿Quién de nosotros con nueve años no íbamos con ilusión y alegría al cole? Sabía ese niño de nueve años que pasaría otro día más del curso con sus amiguitos, que en la hora del recreo jugarían en el patio, probablemente al fútbol, y sabía que perderían porque uno de sus amiguitos que se pone en la portería es un paquete…
Volverían a clase, la profe les enseña cosas nuevas, unas más aburridas y otras que le gustan, pero estaba deseando que llegara la hora de la comida, porque sabe que en el comedor del cole volverían a estar sus amigos y él riendo y seguramente después daría tiempo a otro partidito. ¿La preocupación? Cuando mamá vaya a buscarle sabe que tendrá que hacer los deberes en casa y que no se puede librar de no hacerlos.
¿Una historia conmovedora, verdad? ¿De lo más normal en la vida de un niño, no? Olvidar esa historia, es mentira en nuestros días. Ese niño de nueve años no tiene una nota de sus padres pegada en la agenda recordándole lo mucho que le quieren, o quizás sí, aquel niño no camina rápido porque sabe que si no se apresura no llegará antes de que suene el timbre de la primera clase, camina despacio y mirando al suelo, despacio porque no tiene ninguna gana de llegar a ese cole que de pequeños era un vivir tus dibujos animados favoritos, un intercambio de cromos y risas en el patio, camina con miedo y al suelo para no ver a ninguno de sus compañeros que casualmente toma el mismo camino hacerle un vacío.
El tiempo de recreo del pequeño lo pasa sólo, puesto que no tiene ninguna gana de que los demás se rían de él o le insulten o simplemente le ignoren. Un grito de soledad le invade, un malestar que desencadena en lágrimas rellenas de tristeza, de una sensación a no encajar que cala en lo profundo de sus sentimientos, se repite una y otra vez.
Al llegar al comedor aquel niño que lleva esa pequeña mochila cargada de piedras se la pone en la espalda, siente ese peso que le va hundiendo poco a poco pero sin parar, continuas ganas de llorar, le rodea ese peso que todos hemos sentido alguna vez, un peso en la garganta que tira hacia abajo y que no hay manera de quitarlo. Mientras los demás niños no caen en la cuenta de el dolor que le hacen pasar, o sí… Dicen por ahí que los hijos son un reflejo de los padres, que imitan lo que ven.
La educación de un colegio encadenada de profesores que puede que ni siquiera hayan aprobado la oposición, como todos sabemos, este sistema educativo y sus componentes penden de un hilo remodelado cada dos por tres, y si están en la bolsa de empleo, puede que sea el profesor de tu hijo, pero hemos pasado a una etapa que hasta eso es secundario, cuánto sabe de matemáticas o no ya no es prioritario, ahora lo es que aquel que ejerce de profesor ejerza con empatía, con vocación, con, de alguna manera, ese instinto maternal o paternal, aunque sea sólo un poquito.
No vamos a cambiar este sistema, ni tampoco van a crear más empleo para que vigilen a conciencia un recreo en el que pasan muchas cosas de las que ni la mitad de un cuarto llegan al profesor, porque no las ve, porque el pequeño no las va a decir, generalmente, porque ese recreo también se lo toman los profesores, y como es normal, se aprovecha para charlar y descansar, pero no es lo que debiera ser, no es como debe funcionar que peguen a un niño/a en el transcurso de un recreo y el profesor o encargado de vigilar no se haya percatado.
La mediación de estos conflictos es fundamental, por parte del colegio y de los padres, pero más aún, educar a un hijo. Si los padres no sienten empatía, no prestan las suficiente atención, tanto para el agresor como agredido, y para aquellos que se posicionan a favor del agresor, no hay solución. Si no se pone un freno enorme desde el principio no habrá posibilidad de enmendar el daño, y ese agresor seguirá siendo agresor siempre, porque nadie le ha enseñado que no todo vale, desde pequeño. Los colegios cierran los ojos a una realidad que siempre ha existido pero en estas nuevas generaciones afecta más, tenemos más brutalidad, entran en juego redes sociales desde muy pequeños, cosa que antes no teníamos, pero los padres no cierran los ojos, directamente se han quedado ciegos, no solucionar un problema de tu propio hijo es una ceguera dañina para su educación, para el acosado y para todo el desarrollo de su vida. Se buscan valientes que pongan fin a esa ceguera y miren.
No hay salida para nadie si solo ves lo que tus ojos quieren ver, solo hay que saber mirar.
Número de teléfono contra el acoso escolar: 900018018.