La publicación del libro 1936 Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, escrito por Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa y publicado por la editorial Espasa, supone un exhaustivo y documentado análisis historiográfico de lo que en pocas palabras tendería a considerarse el pucherazo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, las últimas en democracia hasta la ahora zaherida Transición, del que son autores Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, ha levantado ronchas en dos direcciones antagónicas.

Una, la de los que se tienen por herederos de aquel Frente Popular y hasta es posible que auto considerados llamados a reeditarlo, que proclaman que el estudio es una justificación de lo que vino después, el golpe del 17/18 de julio, y de lo que trajo consigo, la Guerra Civil y la dictadura de Franco.

La otra la de la derecha, tan denostada siempre y siempre tan incapaz de defender sus valores y sus propuestas en fases del discurrir patrio anteriores a los desastres a los que tanto ha contribuido con su pusilanimidad.

No he leído la obra pero sí bastantes reseñas y por ellas concluyo que es rigurosa, con pretensión de objetividad y sin pretensión de trascendencia de sus conclusiones a la actualidad.

Cada uno puede adoptar la posición que le pete. Pasar página y hacer como que no ha leído la página o alguna de sus numerosas reseñas es una. La contraria es tomarla como prueba irrebatible de la maldad de la República y de que la responsabilidad de la Guerra Civil le corresponde en exclusiva a ella.

Ambos son aspectos que me superan y me hastían. Lo que me importa poner de manifiesto es que en la desdichada piel de toro que todavía llamamos España, a pesar de que los dioses de la política habían concedido una tregua a sus habitantes encerrando a sus demonios ancestrales, no ha cambiado mucho en los últimos 80 años.

En lo fundamental no ha cambiado porque media España acepta las reglas del juego de la democracia cuando la favorecen y las mancilla cuando le son adversas y la otra no es capaz de hacer valer el principio de que no se pueden cambiar aquellas en mitad de la partida.

Así, por ejemplo ¿de qué sirve permitir la investidura de un presidente si se le niega la posibilidad de aprobar los presupuestos del Estado que pretende gobernar? ¿Cómo se explica que se proclame con la boca pequeña que las sentencias han de cumplirse y el jueves el Congreso de los Diputados haya tumbado el Real Decreto Ley por el que, cumpliendo la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, se liberaliza y se desgremializa la estiba? ¿Cómo se puede entender impidiendo la acción del gobierno la oposición de izquierdas asuma la sanción que impondrá Bruselas de 135.000 euros diarios hasta que se cumpla la sentencia del Tribunal de Luxemburgo?

Eso en tiempo real, pero en perspectiva histórica y de convivencia: ¿sirve de algo pretender ganar una guerra que se perdió en los campos de batalla y en las trincheras? Y en sentido contrario: ¿de qué sirve renegar de un pasado que no es el de los interpelados sino de sus abuelos para no conseguir hacer creíble que no justifican aquella guerra y la subsiguiente dictadura?

Esa es, me atrevo a calificarla así, la tragedia de España que, fundamentalmente por culpa de los dirigentes que se ha dado, no aprende de sus experiencias.

Por un lado los recurrentes pactos del Tinell, por otro los no es no, en medio el marxismo que se creyó superado, so capa de populismo sí, pero que cosecha millones de votos. Y el magma que lo permite, el irredentismo de las izquierdas a las que con tal de acabar con la derecha no les importa asarse en el mismo fuego y la estulticia de los opuestos que pertrechados de recursos y de refugios consideran que es mejor esperar a que escampe, sin querer darse cuenta de que en este ten con ten llevamos más de cien años.

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