Calle del Arenal, 39º grados, bajo el asfalto ardiente la dulce playa. Calle de paso, no de paseo, y el sol, sol, siempre se queda. Las señoras, exhaustas, se abanican sin descanso, prometen adelgazar para el verano próximo y se compran vestidos floreados.
Qué pasaría si dibujáramos un sol pasando del rojo al naranja, del naranja al verde, del verde al indeciso gris, y si después lo pintáramos de negro. Entonces, si en la calle hubiera impacientes gallinas, aunque fueran de papel, se subirían a los escasos árboles esperando esa tupida noche.
Hay un chico con cuatro cartones, como cuatro esquinas, cartones llenos de adjetivos: chico español, pobre y enfermo. Chico, -o sea pequeño, indefinido, casi nada- español, poco hay que decir, aquí nació y vivió, ahora en la calle, ahora enfermo, ahora pobre y con acento andaluz.
Qué pasaría si los turistas de los segways, veloces en sus pies rodantes, levantarán un huracán de viento que lo transporte en volandas hacia el paraíso de pobres y enfermos o una simple brisa bastaría. Tan débil y frágil es este chico pobre, enfermo, español, que sólo un leve soplo lo llevaría lejos, sano y alegre.
Hay turbias bandadas de jóvenes negros, espigados, inciertos, oteando el horizonte. Vendedores de cosas innecesarias. Llevan a la espalda grandes hatos de ropas, relojes, bolsos, camisetas del Real Madrid. Ahora extienden sobre la calle sus mercancías ¿baratas? sin dejar de otear el horizonte. ¿Huyen de las fieras de la selva?, ¿buscan ocres y suaves gacelas? Ya han recorrido la mitad del asfalto, la mitad del mundo, la mitad de su vida. Y a ambos lados de la calle las puertas de las tiendas, boquiabiertas, les observan. Hay incredulidad o frialdad en todas nuestras miradas de gafas oscuras. Frialdad de un bochornoso junio convertido en agosto.
Qué pasaría si en Arenal -bajo el asfalto la playa- surgiera ahora un bosque pardo de árboles achatados, africanos, y suelo cobrizo de tierras fértiles y lluvia. Entonces, ellos estarían en su casa y nosotros en la selva.
Qué pasaría si en sol, sol, Puerta del Sol, en lugar de este pantano de calor hubiese un pantano de agua. Algún benefactor compasivo abriría las compuertas, y el agua, agua de verdad, no en helados botellines a un euro, arrasaría Arenal, entraría por las tiendas arrebatando bolsos, zapatos, jamones, carcasas de teléfono, y hasta a algunos noctámbulos rezagados del Joy Eslava. El agua correría en toboganes hasta el Palacio, abriría cascadas en Sabatini, cataratas de turistas por el Campo del Moro, hasta el río. Y el río, sorprendido, ajeno, inexpresivo, vacío, no sabría si reír o llorar, o si admitirnos con todo el material circundante y acogernos en la inmensa piscina hasta que llegue el invierno.