"Aquel sabor amargo, que brota del centro mismo de todo deleite", decía Juan Valera en el prólogo de Azul, de Rubén Darío. Sabor amargo y deleite, el reverso del placer, que tiene, aunque lo evitemos, ese rostro efímero, que por breve deja el sabor amargo.
No es fácil en unos días de fiesta, con Madrid engalanado, con los alquileres por las nubes y miles de personas inundando las calles, traer los versos de Lucrecio. … "medio de frute leporum surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat".
Yo no sé si citar a Lucrecio puede ser delito de odio o si alguien se lo tomará a mal, ahora que las pieles son tan finas para muchos temas, los que están de moda e imperan, y quizá sacar ese rostro amargo de lo efímero, de lo placentero, es destapar la bestia y provocar el odio travestido en denuncia por delito de odio.
Pero navegar contracorriente es la tarea de todo hombre de letras y quien escribe unas líneas, aunque sea sin más pretensiones, no puede dejarse llevar por la corriente de las masas o por lo que ahora es eso que llaman la opinión común, sino que el amante de la verdad es también el sujeto que no teme al riesgo y se encarama a su frágil canoa y en la corriente atroz trata de sacar arpegios del ruido y destacar lo que tiene de traicionero, reflejar su verdad, que es la vocación de todo artista.
Y la verdad del placer es siempre eso que nos duele, que nos hace obviarlo, eso tan puñetero que nos hace odiarlo cuando lo amamos y que, a su fin, nos deja derrumbados en eso que han venido a llamar la depresión postcoital.
Lord Byron también cantó lo siguiente: "Still from the fount of joy´s delicious springs some bitter o’er the flowers its bubbling venom flings". ¿Podría asomarse Byron a estas carrozas madrileñas, de color y de cantos, y lanzar su verso como una riada de palabras e imágenes, como hacen los ciclistas cuando destapan el corcho y sumergen en champán a directivos atildados y ciclistas agotados?
¿Puede alguien ser aguafiestas cuando la explosión de color y pasión inunda las calles y todo adversario es enemigo, provocación del orgullo herido? Y, sin embargo, las palabras del poeta son una rasguido en la túnica de los danzantes, en los corazones todavía alegres, como si en la fiesta alguien viniera a provocar para recordarnos la fugacidad, la tristeza del placer, para recordarnos, cómo no, la dichosa trascendencia, la importancia de las cosas, o para reventarnos la alegría como los amargados que no quieren sino compartir su dolor sin dejar oportunidad a la felicidad ajena.
Yo no sé si Lucrecio y Lord Byron participarían en los fastos de Madrid. No estoy al tanto de si en la Roma del siglo primero habría fiestas semejantes, aunque algo me dice el corazón que también habría desfiles para estas cosas, pues los ha habido en todo tiempo, incluso, aunque algunos no lo crean, en tiempos medievales, como breve liberación de la más estricta ortodoxia.
No obstante, el poeta es algo así como un sabio de la composición de las cosas, de las humanas y de las esferas celestes, del universo y del hombre (y la mujer, no se vayan a ofender) y su conocimiento del placer lo abarca con esa doble naturaleza, deleitosa y amarga.
Yo pienso que es el tiempo, el puñetero tiempo, lo que arranca esa tristeza, porque si el placer no tuviera fin la felicidad imperaría y no cabrían versos como los que escribieron estos dos sujetos, grandes enemigos de los fastos madrileños.
Pero el tiempo, que es breve, brevísimo, y todo lo mata, lleva a la amargura. La inconsciencia es el remedio que tenemos para afrontarlo y pienso que si nos engañamos y pensamos que el tiempo no existe o que lo dominamos, como hizo H.G. Wells en su máquina del tiempo, y que lo breve sea eterno y que la carroza triunfante llegue a penetrar el cielo y alcance la eternidad, no cabrá amargura alguna.
Pero entretanto, antes de que llegue a tener plena conciencia de esa realidad intemporal de la existencia y del placer, Lucrecio y Byron me acompañan y cuando salga a las calles de Madrid lo haré con la lira triste de los bardos, en mi caso malo, como malísimo poeta que soy, para cantar lo breve y llorar mientras la multitud rompe de alegría.