Hay ciudades de viajes que permanecen en nuestra retina como pequeñas pinceladas de vivos colores. Recuerdo, llegando a la ciudad de Blois, por los castillos del Loira, la preciosa estampa de una partida de caza, a la inglesa, con sus jinetes y sus espléndidas casacas rojas, y la jauría de perros, como hemos visto en tantos filmes. Salían del castillo, y discurrían veloces por unos campos verdes, llenos de ondulaciones, de riachuelos flanqueados de arboleda y de leves colinas.

Y luego, Amboise y su castillo, con tanta historia. Casi presente aún entre sus muros las batallas sangrientas de las Guerras de Religión, hasta ocho, a mediados del siglo XVI. Visitando el castillo, el guía nos mostró un pequeño habitáculo, no mayor de un metro cuadrado: era el gabinete de aseo de la reina Catalina de Médicis. Entonces se lavaban poco, dijo el guía. Mucho más tarde, con el pretexto de Dumas, estudié más a fondo a esta mujer extraordinaria, buscando reinos para todos sus hijos, tan asidua de nigromantes y adivinadores -fiel visitadora de Nostradamus-, pero también experta en venenos y en perfumes. O esa es la leyenda.  Entonces recordé su minúsculo gabinete de aseo en el castillo de Amboise.

Pequeños detalles de los viajes que son los que, a veces, perduran.

Las ciudades vividas son otra cosa, asociadas siempre a diferentes etapas de nuestra existencia. Ruan fue una de esas ciudades. Era como un libro abierto a todos los niveles: historia, literatura, arquitectura; paisaje con el Sena ya inmenso, camino del canal, con sus meandros y sus afluentes, navegable incluso para barcos mayores. Víctor Hugo llamó a Ruan la ciudad de los cien campanarios.

Aquel año, conviví con un grupo de extranjeros, como lectores de idiomas en los liceos de la ciudad, y nos parecía que, sólo a nosotros, los extranjeros, nos pertenecían las calles, los monumentos, el paisaje. Y la ciudad de Ruan que recorríamos no era sólo la de 1969. Nos apropiábamos de la ciudad en todos sus tiempos, mezclando los siglos: la plaza del viejo mercado con la cruz señalando la pira de Juana de Arco, el gótico en la Catedral, Madame Bovary y sus amores adúlteros.

Corneille, Camille Saint Saëns, el Donjon, los conciertos de órgano en Saint-Maclou, la calle de Gros Horloge; la lluvia a cualquier hora del día, momento en el que las señoras de cierta edad, como si fueran macetas o arriates de flores, salían con sus gorros de lluvia, sus impermeables de plexiglás y sus paraguas. Cruzar el puente cuando aún era de noche, con un vendaval de lluvia y viento, y llegar de golpe frente a la catedral y sus finas agujas, con niebla transparente y un leve sol de amanecida, tal como la vio Monet, era siempre una sorpresa.

Pero me inquietan más las ciudades que no conozco, las ciudades antiguas o modernas, las que existieron y hasta las legendarias, y las que aún perduran, pero en las que nunca estuve. Es una sensación como la que cuenta Saint-Exupéry de sus primeros vuelos nocturnos, al ver allá abajo las luces de una casa, o tres naranjos al llegar a Motril y se pregunta cómo será en tierra, en qué piensa esa gente, qué hacen, cómo es su vida. Y desde ese desconocimiento, ¿cómo es la nuestra? Puesto que nos apropiamos de aquello que conocemos, ¿qué pasa con lo desconocido? Lo que ignoramos, lo que no tiene nada nuestro, lo que, por azar, por decisión propia hemos dejado a un lado. Qué pasaría si. Si en lugar de este camino, hubiera tomado el otro, si en lugar de esa oportunidad hubiera tenido aquella. ¿Cómo habría sido entonces nuestro futuro? ¿Y dónde está ese futuro nuestro, inexistente?

Italo Calvino lo expone en Las Ciudades Invisibles.

“…Marco entra en una ciudad; ve a alguien vivir en una plaza una vida o un instante que podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese detenido en el tiempo, tanto tiempo antes, o bien si tanto tiempo antes, en una encrucijada, en vez de tomar por una calle hubiese tomado por la opuesta y después de una larga vuelta hubiese ido a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas.”

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