Las migraciones humanas han sido tradicionalmente motivos de conflicto y de enfrentamiento entre pueblos. La adquisición de la propiedad de la tierra en la que nos establecemos unidos por una identidad nacional, étnica o ideológica provoca inexorablemente que en cuanto un tercero -considerado inferior de forma natural por el grupo como mecanismo de defensa- intenta acceder a lo nuestro sin aparentemente nada material que aportar, es automáticamente rechazado.
La situación que tiene lugar en las fronteras españolas del norte de África y sur de la península solo se diferencia de las demás migraciones históricas en el uso político que se hace de esta situación natural, y digo natural porque lo es intentar huir de la guerra, la pobreza o las duras condiciones de vida alejadas de nuestra cruel comodidad.
La moral evolucionada de nuestra raza nos obligaría a ayudar al necesitado, dar comida al hambriento y acoger en nuestro domicilio al privado de techo. Por otro lado, y conscientes de que dar implica perder, también sabemos que la superpoblación humana justifica la especulación a la hora de ayudar a los migrados de sus infernales tierras, pues hacerlo sin mesura implicaría necesariamente un notable empeoramiento en las condiciones de vida de los países privilegiados. ¿Pocos ricos o todos pobres? Parece que la pregunta es necesariamente esa y la respuesta lo primero.
En este país la izquierda -erigida como injusta representante de los menos afortunados- ha defendido una apertura de fronteras que jamás se ha atrevido a ejecutar cuando han podido hacerlo. La derecha -igual de injusto representante de las clases más potentadas económicamente- ha cerrado la boca en este aspecto, manteniendo, más por electoralismo que por convicción, ciertas ayudas u organizaciones de apoyo a los colectivos de migrantes.
Lo que está claro es que los que menos tienen son los que más dispuestos están a dar, pues tienen menos que perder. ¿Mucho para pocos o poco para muchos?