De vez en cuando oigo a algunas personas de mi entorno que me dicen que me estoy haciendo mayor. Quizá estén en lo cierto, ellas también van creciendo en años y yo lo veo. Por eso, en mi caso, cada vez necesito menos cosas. Innecesarias a fin de cuentas. Hablamos de materiales cuando menos prescindibles.
Antes, cuando abría el armario de las tazas del desayuno, veía la cantidad ingente de tazas que nos gustaba tener allí. Ahora, cuando lo abro, muchos días pienso que todo es demasiado, que sólo voy a utilizar una para el desayuno. La medida de las cosas está en saber qué es lo verdaderamente necesario para nuestras vidas. Reconozco que nunca fui uno de esos consumidores compulsivos, huyo como gato del agua. Aprendí, también me lo enseñaron, que para vivir cómodamente has de meter en tu mochila lo justo y necesario. Valores, más que cosas.
A lo largo de nuestra vida vamos almacenando tantas cosas como sucesos, que por su propia durabilidad resultan innecesarias. Siempre hay un instante donde las palabras: "por si acaso, no lo tiro", funcionan. Otras, en cambio, es la voz de un tercero la que te dice: "esto u otro, no me lo tires, que es para guardar" (aunque sepas que jamás se usará o se reutilizará por quien te pide que se lo guardes o para las personas a quien pudiera estar destinado).
Más tarde, a sabiendas de que todo estaba predestinado, decides deshacerte de muchas de ellas siendo consciente de que su utilidad está muy lejos de alcanzar dignidad. Cuando vives en familia, pasan estas cosas. Cada uno establece su escala de valores con cada cosa que ha de mantener o velar por que perdure. A veces, hay recuerdos que carecen de un valor sentimental, y que en la mayoría de las ocasiones trasciende a lo material. Yo tengo claro que jamás me desharía de mi biblioteca tirándola a la basura. Otros, sin embargo, no establecen esa escala de valores, cuándo están dispuestos a arrojar al contenedor del papel sus libros, o de quien carajo sean.
Y dependiendo del grado de lucidez o sentimiento, casi siempre yuxtapuestos, has de hacer un alto en el camino. De ahí, que el otro día me dispusiera a limpiar un pequeño trastero y acudiese, como en otras ocasiones, al punto limpio de mi pueblo. Suelo ir a tirar esos trastos inservibles de los que hablo: una plancha fundida de hace más de siete años que jamás usaré, ni arreglaré; un aspirador que echando humo negro, dio su último respiro diciendo adiós a esta vida; esas viejas sillas de cocina que se cambiaron en su día (yo no las hubiera cambiado) por otras con más estilo moderno... en fin, una serie de artilugios y cachivaches que en su triste destino acaban almacenados en la oscuridad. Que ya no miras como antes, ni siquiera contemplas o tocas. En definitiva, que no usas porque ya no te sirven para nada.
Casi nadie repara en el olvido que algunos objetos reciben. Cuán efímera convierten algunos su vida. Yo jamás tiraría mis libros, o los de otros. No me desharía de aquello que me ha ayudado a sobrevivir, que me ha acompañado durante este largo aprendizaje. Antes los regalaría, los donaría o los volvería a releer. Y eso es lo que me pasó en la zona del punto limpio donde se deposita el cartón y similares. Allí, en la máquina que lo engulle todo, me encontré varias cajas de libros que iban a ser pasto del destrozo.
El tipo que lleva el punto limpio es simpático. Está curtido de fuerza, tostado por el sol y la faena. Como andaba cerca, porque se lo huele cada vez que ve a la gente con cajas, sin detener la prensa del contenedor, se tiró a recoger los libros. Todo un héroe. Le digo que detenga la máquina si no quería quedarse sin piernas. Más tarde lo hace, después de haber salvado de la hoguera a varios libros. Me dice que la gente tira las cajas y se olvida de mirar lo que hay dentro. Puede ser, pero antes de echarlas al contenedor, hay que cogerlas y pesan, con lo que una miradita no estaría de más. En este pueblo hay mucho despistado, le digo yo. También que yo tengo biblioteca, que me gusta leer mucho. Que lo hago desde pequeño. Que leer es toda una satisfacción. Que los libros son sagrados y no merecen un destino tan cruel. Me cuenta que cuando detecta que hay libros, los retira para un amigo suyo que tiene una oenegé en Salamanca. ¡Qué suerte tienen los salmantinos!
Al rato de ayudarle con los libros que ha sacado, me dice: "Si quieres llevarte alguno, hazlo". Mi sorpresa recae al encontrarme con un viejo amigo, El Capitán Alatriste. No doy crédito. Esta y otras joyas camino del contenedor. Deshacerte de tus libros en verano es alta traición -pienso-. Al paisano del punto limpio, le digo que me llevo éste, levantándolo con la mano, mientras pienso que todos los héroes mueren. No me presta atención. Me contesta que sin problema, el sigue a lo suyo; guardando libros en cajas para dárselos a su amigo el de la oenegé.