A estas alturas, del verano de 2017, cuando ya se vislumbra en el calendario la fecha del 1-O, pocos en España no están convencidos de que realmente sí existe un problema en relación a Cataluña, al margen de que una gran mayoría prefiera que se mantenga la integridad territorial actual del Estado, que otros muchos defiendan la oportunidad de la celebración de una consulta que dé la palabra al censo de habitantes de aquella comunidad autónoma, o que una minoría, con tendencia a la baja, siga enrocada en imponer su voluntad secesionista, tanto al resto de los catalanes, como a todos los españoles.
Los enroques auspiciados desde Junts pel Si (PDeCAT + ERC) y la CUP, con un apoyo electoral inferior al 50% de los votantes catalanes, para proseguir con lo que llaman la desconexión, sólo son comparables con el pertinaz no a todo esgrimido desde las filas del PP y del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
Aunque quizás el inicio del problema se incubara varios decenios antes, en la época de la aprobación de los diecisiete estatutos de autonomía en España, culminado en los primeros tiempos del Gobierno de Felipe González (con la excepción de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, que lo fueron en 1995) bajo el mantra del café para todos, situación nunca bien admitida por las llamadas Comunidades Autónomas históricas, que son aquéllas que ya habían iniciado su proceso, como tal, en tiempos de la II República, es decir: Galicia, País Vasco y Cataluña, al margen del caso especial de Navarra y su régimen foral. Y es que, quizás, quien aspira a ambicionar marcar diferencias, no admite la igualdad, tampoco en su tratamiento y en las normas generales.
El primer paso para avanzar en la situación es, reconocer, unos y otros, que existe un problema, y ser capaces de sentarse hablar y negociar, sobre lo que une a Cataluña y a España, dejando a un lado las diferencias, que las hay y no son pocas, siendo capaces de abandonar los reproches mutuos a lo ya hecho, lo importante es dar pasos hacia adelante y mirar al futuro.
Es el momento de la moderación y la negociación, dejando atrás los egos y los personalismos, superando a Pujol, Artur Mas y, seguramente, incluso a Puigdemont, pero también franqueando el empecinamiento de Rajoy, y los errores de Rodríguez Zapatero a vueltas con la modificación del Estatut y frases del tenor de "apoyaré la reforma del Estatut que apruebe el Parlamento catalán", dirigida a Pascual Maragall, para catapultarle como president de la Generalitat, luego incumplida y germen de mucha de la desafección catalana que ha alimentado las tesis soberanistas.
Entre el blanco y el negro hay toda una capa cromática de colores, y entre no moverse un ápice sobre la situación actual de Cataluña dentro de España, y su independencia, hay toda una serie de posibilidades que pueden dar una respuesta cabal y adecuada a los deseos, y necesidades, de catalanes y españoles.
En el terreno anterior las posibilidades de una reforma constitucional sobre una base federal, abre un camino interesante que, junto, con una negociación abierta en materia fiscal y presupuestaria y un mayor protagonismo de Cataluña en las instituciones, a través de un cierto reequilibrio institucional, podrían fraguar un acuerdo que hiciera superar la actual tensión que no beneficia a los ciudadanos que viven en Cataluña, ni a los del resto de España.
Ante esta situación, hoy y ahora, es necesario que desde los dos extremos del puente aéreo, o de la línea del AVE, que unen Barcelona con Madrid, y la inversa, se trabajen dos palabras con denuedo: negociación y convicción como herramientas para conseguir un acuerdo satisfactorio, a fin de evitar a unos, a los otros, y a todos nosotros, que suceda lo que describía Josep Tarradellas en una de sus famosas citas: “En política es pot fer tot, menys el ridícul” (en política se puede hacer todo, menos el ridículo), aplicando la aseveración de John. F. Kennedy: “Nunca negociemos desde el temor y nunca temamos negociar”.
Aún hay tiempo, merece la pena… para Cataluña y para España.