Sí, lo proclamo, soy taurino, me gusta el espectáculo conocido como los toros, además lo veo como una expresión artística, plasmada por Goya en sus aguafuertes, que atrajo, y atrae, a personas, y personajes, como los premios Nobel, Ernest Hemingway, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, a referencias icónicas mundiales como Salvador Dalí, Federico García Lorca, Rafael Alberti o Pablo Picasso, filósofos como José Ortega y Gasset, grandes actores como Orson Welles, Ava Gardner, Charles Chaplin, Rita Hayworth o Peter O’toole, a políticos de sensibilidades tan diferentes como el Che Guevara o Winston Churchill, de leyendas de nuestro deporte como Ángel Nieto o Paquito Fernández Ochoa, a españoles del siglo XXI que siguen ocupando hoy un lugar en los tendidos de las plazas de toros, desde Antonio Gala a El Gran Wyoming, de Feliciano López a Alejandro Sanz, de Fernando Savater a Miguel Ángel Aguilar, de Joaquín Sabina a Arturo Pérez Reverte, de Perico Delgado a Alberto Contador, de Albert Boadella a José Luis Gómez, de Joan Manuel Serrat a Julio Anguita, así hasta cientos de miles de aficionados anónimos, que atraviesan transversalmente todas las clases sociales y cualesquiera ideas políticas.

El sentido de estas líneas es únicamente reivindicar el derecho de todos esos aficionados, de los que formo parte, a ser taurino y acudir a este tipo de espectáculos con normalidad.

No pretendo convencer a nadie de nada, ni siquiera para acudir a un espectáculo que no les atraiga, pero si ser una voz que, como muchas otras, reivindique su derecho a ver toros en Barcelona, Palma de Mallorca, Donosti o Madrid.

Lo que sucede en las plazas de toros hoy, recogido bajo la expresión tauromaquia, es el compendio de conocimientos, arte y experiencia acumulados desde el siglo XIII en España, con documentos que así lo acreditan, pero ya en la época grecolatina se pueden encontrar antecedentes sobre ello. Lo cual no solo tiene que ver con los conocimientos sobre cómo interpretar el comportamiento del toro por parte del humano que se pone ante él, sino también en cuanto a la selección para llegar a criar unos animales, de belleza tan sublime; que sin este espectáculo no existirían, y se extinguirían.

Cierto es que en este espectáculo hay sangre, y en ello radica gran parte de su grandeza, ya que en ningún otro en el mundo hay tanta verdad, hasta el extremo que sus protagonistas llegan a la muerte, sin olvidar que el toro que demuestra su bravura sobre la arena, conquista su propia vida.

Siempre he defendido que la raíz de lo que conocemos como el espectáculo de los toros es antropológica, pues la liturgia que se encierra en él está llena de simbolismos, nada de lo ocurre en él es casual, por ello el aficionado ocasional que se acerque una vez, requerirá ir descubriendo sus claves para entender el por qué, y el para qué, de cada cosa que sucede, hasta llegar a interpretar los terrenos, las querencias, la lidia, las distancias, las alturas, su geometría, con sus curvas, sus líneas y sus circunferencias, el toreo en redondo, el temple… hasta disfrutar del brote de la emoción.

Algunos críticos con el espectáculo, esgrimen, entre sus argumentos, que hay desigualdad entre los medios de los que goza el torero, en relación al toro, además de elementos mal interpretados en su uso en la lidia (como la puya del picador o las banderillas); pero en ese terreno solo existe una ventaja para el torero desde sus 70 kilos de peso, a la hora de enfrentarse a un toro de 500 kilos, coronados con la defensa que suponen sus pitones, que es la experiencia acumulada, ya que el toro, cuando sale al albero, desconoce lo que va a suceder, y el torero sí cuenta con el conocimiento de los terrenos, los comportamientos habituales y los hábitos de cada procedencia o encaste. Todo lo cual no impide que con dramática regularidad, que ni en el siglo XXI se ha logrado superar, la sangre de toreros brote, hasta la muerte, ante sus mitológicos compañeros y esencia de sus vidas.

Hace más de veinte años llevé a mis hijos a una corrida de toros, cumplí así el legado que me traspasó mi padre, abonado al tendido 7 de la plaza de Las Ventas durante muchos años, además de enfervorecido currista. Ambos optaron por no seguir la senda de aficionado, ejercieron su libertad, y yo lo respeto, como ellos respetan que yo sí lo sea, lo que yo espero es que, más allá de intereses políticos y movimientos interesados, se pueda seguir ejerciendo la libertad de ser un aficionado taurino en España.

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