Acabo de volver a España después de tres semanas al otro lado del Atlántico y, aunque he seguido en la distancia las noticias que desde aquí llegaban, ha sido poner pie en tierra y he sido succionado por las consecuencias del frentismo mantenido entre los gobiernos del Estado español y la Generalitat catalana, a cuenta del 1-O, enrocados ambos en sus absolutas, aunque parciales, verdades y alejados del necesario sentido común para llegar a un acuerdo posibilista, especulando ambos sobre las expectativas de lo que el otro hará o no.
Soy madrileño, como Raúl Romeva; vivo la mitad del año en Cataluña y tengo realizadas inversiones allí, por lo que, supongo que, llegado el caso, de la proclamación de una república catalana, se me brindaría la posibilidad de optar entre ser ciudadano catalán, español e, incluso, mantener una doble nacionalidad. Aunque realmente lo que yo deseo, es que Cataluña siga siendo una parte de España, es mi opinión y supongo que por ello no seré rechazado como posible catalán, dado el caso, si por ejemplo, para admitir tal extremo se produjera en Cataluña una especie de examen como el que se está realizando en Gran Bretaña con ocasión del brexit, para los no nacidos allí, debiendo acreditar conocimientos elegidos ad hoc por los funcionarios de la escisión.
Respeto profundamente a las personas que se sienten honestamente alineadas con las tesis de cualquier tipo de argumento, lo cual incluye a los independentistas catalanes, no sin dejar de reseñar que el crecimiento de su número en los últimos años, es la derivada de la no respuesta dada sobre ello por el gobierno de Rajoy, convirtiéndose en factoría diaria de nuevos soberanistas, efecto añadido al recurso del PP al Tribunal Constitucional a cuenta del Estatut de 2010 y la previa nefasta gestión de José Luis Rodríguez Zapatero con los compromisos que anunció demasiado alegremente y que, luego, no pudo cumplir.
Entiendo el mundo de hoy como global, por ello creo mucho más en las uniones que en las divisiones, y la historia demuestra que éstas, por la vía de los nacionalismos, estuvieron en el caldo de cultivo de los conflictos que derivaron en las últimas dos guerras mundiales.
Comprendo, y admito, la sensibilidad que ha crecido en Cataluña por unas expectativas no cumplidas y una cierta desafección, pero creo que todo ello tiene que ver mucho más con las emociones que con las certezas y que aún es posible un acuerdo, desde el respeto, comprendiendo los sentimientos, dándoles el espacio necesario para que se expresen, con recursos, competencias, poderes y representación institucional.
El brexit ha sido alentado desde la élite económica británica, con el foco puesto en seguir comerciando con la Unión Europea, pero cerrando sus fronteras al libre tránsito de trabajadores o ciudadanos, salvo que la fortuna del interesado pueda merecer la excepción, lo cual ya se está demostrando con los trámites conocidos como Life in the UK, además del examen de inglés, acompañado de unas tasas de 1.000 libras esterlinas por persona.
Y la élite catalana está detrás del procés, para garantizarse un Estado que dominar, controlando su gobierno, sus ministros (consellers), sus directores generales, sus vicesecretarios… su presupuesto y, por supuesto, su propia justicia, detalle nada baladí viniendo, como venimos, enraizados en el tres per cent.
Por cierto, hablando de economia, dinero y supuestos déficits, cabría recordar que, en cualquier Estado, quienes contribuyen con sus impuestos no son las comunidades autónomas, ni regiones concretas o determinadas ciudades, sino que son los ciudadanos, en función de su renta, sea mayor o menor, y se sientan soberanistas o no.
Superemos la división y la ruptura, quienes están detrás del conflicto, a ambos extremos de la cuerda, son las elites, para cubrir sus intereses, manipulando a las gentes de buena fé. El brexit ya está siendo buena prueba de ello y en Cataluña debe primar el seny.