Ah, la responsabilidad

Manifestantes en Barcelona este 3 de octubre. Reuters

El día 2 de octubre escribía: El Rey, quien al parecer puede dejar de serlo, primero, en Cataluña, no tiene nada que decir. Pero ya lo ha dicho, y bien.

Y seguía:

El Presidente, que se ha pasado el rato diciendo al Poder Judicial, al Tribunal Constitucional y a la Fiscalía que hagan algo, ahora convoca a dos partidos a ver qué se les ocurre.

El Partido que primero dejó de ser obrero y ahora anda en trámites por si deja de ser

español, se queja de que la Policía se emplee según su naturaleza para evitar un delito flagrante.

El otro partido se remite a “diálogo, reformas y negociación”.

En estas semanas me he venido acordando recurrentemente de una pequeña anécdota personal. Antes de iniciar un juicio penal en el que se hallaban en juego

indemnizaciones elevadas, la Magistrada instó, con insistencia, a las partes a llegar a un acuerdo monetario. Cuando objeté que lo que se encontraba en discusión era la responsabilidad, inclinó la cabeza, amagó media sonrisa displicente y exclamó: “Ah, la responsabilidad…”. Ahí clavó su descrédito, su increencia en la función que ejercía o la huída descarada de su propia responsabilidad.

¿Qué es la responsabilidad? ¿Qué es la verdad? ¿Hay que dar la razón a uno para quitársela a otro? Si, al final, todo somos igual de inocentes e igual de culpables…

Ahora, parece, se trata siempre de evitar el ejercicio pleno de los deberes personales, que se entiende como un riesgo y no como un honor. Es un continuo dribling encaminado no a llevarse el balón, sino a que se lo quede otro. Siguiendo con el fútbol, quizá no importa ya respetar el reglamento y es mejor consensuar en qué portería metemos el gol entre todos.

¿Quién reclama la historia común, y la defiende? ¿Quién proclama el imperio de la ley con palabras convincentes y con actos valerosos? La peor no es la corrupción del dinero, sino la del alma.