No es necesario el genio de Maquiavelo para entender que un golpe, una guerra o cualquier confrontación se gana o se pierde. Y que, una vez terminado el conflicto y llegada la ineludible hora de sentarse a negociar una paz, su desenlace viene determinado por el resultado de la confrontación.
El problema de la conllevanza territorial que, a mi entender, tanto ha ayudado a avivar el autor del término con su obra España invertebrada, hunde sus raíces en tiempos muy pretéritos, pero va quedando cada vez más cristalino que el régimen parlamentario surgido de la Transición lo ha fomentado, permitiendo la desaparición del Estado central en los territorios nacionalistas, hoy convertidos en feudos posmodernos. Lo que estamos viviendo no es sino la consecuencia natural de lo que ya desde el principio se instituyó con una clara tendencia, complementada en su toxicidad por la disolución del carácter estadista de la clase política a la que la partidocracia ha situado en el nivel más bajo de la mediocridad.
Sin comprender estos dos fenómenos, difícilmente hallaremos solución a los dos gravísimos problemas que nos acechan y que no dejan de ser el anverso y el reverso del mismo asunto: cómo parar el golpe de Estado y cómo evitar que vuelva a reproducirse, con más virulencia si cabe. La situación es tan extrema que, aunque en el mejor de los casos resolver el problema nacional llevaría décadas de intensa dedicación, puede ser cuestión de días que una realidad política de quinientos años de historia termine cavando su propia tumba. Por eso es fundamental saber distinguir las dos fases en que se divide el problema, porque requieren de estrategias muy diferentes.
El independentismo ha ganado la partida interna y ha mostrado al mundo imágenes del desorden que él creó
La primera fase precisa de una terapia de choque inmediata que consiste simplemente en aplicar la ley, base de la democracia representativa respecto a la que John Adams mantenía una devoción sagrada al tiempo que abominaba de los efectos nocivos de la democracia directa con la que dictadores y populistas manejan a la plebe. Una república ha de estar “gobernada por las leyes, no por los hombres”, decía el padre fundador y segundo presidente de los EE.UU. Y aplicar la ley implica activar, con todas sus consecuencias, los mecanismos coercitivos sin los cuales ésta es papel mojado.
El Estado español, y, muy en concreto, el gobierno de Rajoy, ha ido siempre a remolque de los acontecimientos que el independentismo catalán le ha marcado. Las últimas cuatro semanas, han resultado desastrosas. El independentismo no sólo le ha ganado la partida interna, sino que ha resultado exitoso mostrando al mundo imágenes del desorden que él mismo ocasionó al obligar a su policía a negarse a cumplir su función. Afortunadamente, la intervención de Felipe VI, en su función excepcional de jefe del Estado, marcó un punto de inflexión que, secundado por la reacción in extremis de la sociedad civil catalana, sacando sus depósitos de los bancos, trasladando masivamente empresas y saliendo finalmente por centenares de miles a la calle a exigir su derecho a permanecer en España, han podido compensar lo que parecía una batalla perdida.
Es precisamente esa culpa por omisión la que obliga al Gobierno de Rajoy a redimir sus penas con acciones y a consolidar la ligera ventaja que la sociedad civil y el monarca han obtenido por él. Así, el Estado debe ser contundente y selectivo. Los verdaderos culpables de la rebelión –se han traspasado ya los límites de la sedición- tienen nombre y apellidos, y no han de encontrarse en la masa informe que salió a votar el 1-O, cuya conciencia ha sido sistemáticamente troquelada desde hace cuarenta años. Los máximos responsables deben ser detenidos y debe aplicarse el art. 155 de la Constitución, el art. 116 que permite declarar el Estado de excepción o incluso de sitio, que desarrolla la Ley Orgánica 4/1981, y la Ley de seguridad nacional de 2015, por si la urgencia no permite esperar a la tramitación parlamentaria de las anteriores medidas. Hecho lo cual, es imprescindible convocar nuevas elecciones en Cataluña, como viene defendiendo Ciudadanos.
Después de haber dado el do de pecho en la calle, la sociedad civil debe exigir a Rajoy la máxima urgencia en su actuación
El tiempo apremia, y el mayor riesgo que corremos es, desgraciadamente, la consabida y demostrada aversión a tomar decisiones del presidente del gobierno. Después de haber dado el do de pecho en la calle y en las cuentas del independentismo, la sociedad civil debe exigir a Rajoy la máxima urgencia en la ejecución de las medidas anteriores. Si el presidente persiste en su apatía, también existen mecanismos legales para excitarle el celo, algunos de ellos claramente recogidos en el código penal.
Subdividida en dos, la segunda fase es más compleja, pues más que determinación requiere inteligencia política, una vez se haya sofocado el incendio de la declaración de independencia. En primer lugar, es perentorio realizar con todo el realismo del que seamos capaces un diagnóstico que permita comprender cómo hemos llegado hasta aquí, al mismo tiempo que se emprende una verdadera evaluación de las fuerzas políticas españolas y democráticas con las que hoy se cuenta para conocer hasta qué profundidad pueden llegar las reformas y en qué sentido apuntan.
Como indicaba antes, no debemos buscar las causas de este desafuero en la parálisis de Rajoy, la estulticia de Rodríguez Zapatero, la arrogancia de Aznar o la golfería de González, por separado. Ha sido la mezcla letal de una clase que se constituyó en dirigente y se blindó eternamente con la ley electoral, convirtiendo a auténticos mindundis en los amos del cotarro, sin control ninguno para conceder dádivas a cambio de apoyos parlamentarios y de un modelo de Estado abierto, que parece haber sido hecho a medida de las ambiciones nacionalistas, lo que nos ha llevado al borde del precipicio, no sólo como nación, también como sociedad. Mientras no nos grabemos a sangre y fuego la fórmula Partidocracia + Estado Autonómico actual= Ruina, no estaremos en condiciones de solucionar nada importante.
Ciudadanos es el partido que más está dando la talla en esta crisis nacional y con el que más se podría contar
Todavía se requieren mayores dosis de realismo para analizar las fuerzas con las que contamos para promover una reforma de nuestro sistema político. Supongo que hoy ya nadie duda de que un gobierno del Partido Popular liberado de Rajoy y su Rasputina supondría un gran avance cualitativo, dado que, si no han sido capaces de intuir la evidencia que se venía encima, sería ingenuo esperar de ellos juicios de mayor fineza. Pero, ¿alguien piensa que van a reconocer sus errores y desfilar hacia su casa? ¿Alguien cree que todos aquellos mediocres diputados de partido que les deben el escaño van a iniciar revolución alguna para levantarles del sillón? Y con su popularidad por los suelos, ¿alguien, en su sano juicio, piensa que Rajoy va a convocar elecciones? Luego habrá que contar con su nimiedad.
En lo que atañe al otro partido hegemónico del régimen del 78, habría sido mejor para la causa española haber contado con Susana Díaz al frente del PSOE que con Pedro Sánchez, persona obsesionada con el poder que no dudará, si tiene la oportunidad, en pactar con quien sea y lo que sea para lograr su objetivo. El PSOE de octubre de 2017 apuesta tanto por el federalismo como por la nación de naciones, y sólo el contrapeso andaluz, que manifestó expresamente su apoyo a la manifestación a favor de la nación española del pasado 8-O y la locura de Puigdemont de declarar la independencia pueden secuestrar transitoriamente su intención de negociar con los nacionalismos y populismos alguna suerte de referéndum tasado en el tiempo y políticas liberticidas.
Ciudadanos es, sin duda ninguna, el partido que más está dando la talla en esta crisis nacional y con el que más se podría contar para trabajar una salida que siente las bases de la convivencia, al tiempo que anule las posibilidades futuras de ruptura. Pero, aunque estoy seguro de que las encuestas pronto reflejarán lo acertado de su actitud frente al golpismo, hoy todavía no cuenta con la fuerza parlamentaria de los otros dos.
Tenemos que acabar sentándonos, más pronto que tarde, a reconstruir el régimen del 78, mejorando sus flagrantes vicios
Por lo demás, contar con Podemos es sencillamente impensable. Un partido que abomina de la idea de España, que se reclama genuina expresión de la “voluntad democrática de la multitud”, enemigo acérrimo del constitucionalismo liberal que basa la garantía de la libertad en la representación y en la separación de poderes, instituciones éstas que deben doblegarse ante la vorágine del absoluto, ante la “acción de ruptura de la autonomía de lo político” como diría su admirado Antonio Negri, ante esa “voluntad absoluta que determina su propio tiempo”, un partido así, simplemente se encuentra en las antípodas de lo que los liberales consideramos un sistema político. Si los nacionalismos son un caballo de Troya dentro de nuestro sistema, como apuntaba en otro artículo, esta izquierda radical y populista es un tumor, una mutación de células del propio cuerpo nacional que amenazan con la metástasis. Su objetivo es destruir la contextura vital española, confiando en que vivirán mejor en pleno estado de putrefacción.
Salvo que los españoles salgamos masiva y continuamente a la calle, como hicimos el fin de semana pasado, a reclamar reformas que eviten otro golpe de Estado independentista y el establecimiento de una clase política representativa de los ciudadanos, me temo que vamos a influir muy poco en todo este proceso. No nos engañemos, esto es hoy lo que queda de España. Un PP oligárquico, caduco y corrupto, un PSOE plurinacional, tangente a la extrema izquierda y 32 escaños de Ciudadanos.
Con estos pertrechos tenemos que acabar sentándonos, más pronto que tarde, a reconstruir el régimen del 78, mejorando sus flagrantes vicios. Esperemos que sea sin los responsables del golpe, cuestión que me temo que no debemos descartar, dada la afición de esta partidocracia a las componendas. Esperemos que sea con un Parlamento catalán nuevo, siempre que se someta al cumplimiento de la Constitución vigente, aunque sea para reformarla. Pero siempre, necesariamente, con las tres fuerzas españolas y dizque respetuosas de la democracia representativa o liberal. Pues permanecer en la quietud contemplativa ya no es una opción posible sino la garantía de un nuevo golpe de Estado.
Es absolutamente necesario emprender reformas para revertir la situación que ha permitido al nacionalismo hacerse tan fuerte. Es decir, recuperar la competencia nacional de la educación, prohibir las subvenciones a los medios de comunicación, incluidos los públicos, y eliminar el chantaje nacionalista a los gobiernos de España, instaurando la elección directa del presidente del gobierno. Ahora bien, para ello hace falta contar con el PSOE y su pretensión de hacerle alguna concesión al nacionalismo, respecto a lo cual conviene no olvidar el papel tan difuso que ha jugado el PSC en toda esta contienda y lo determinante de sus opiniones dentro del PSOE. No en vano, la Secretaría general de Rodríguez Zapatero y de Sánchez han sido decisión suya. Intuyo que, como mínimo, la culminación del Título VIII, el Estatuto catalán de 2006 o el federalismo podrían ser la moneda de cambio para cerrar definitivamente el nefasto Estado autonómico.
*** Lorenzo Abadía es doctor en Derecho, licenciado en Ciencias políticas y sociología y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen'.