Crítica teatral a 'Smoking room', en adaptación de la película del mismo nombre estrenada en 2002, con dirección de Roger Gual, programada actualmente en El Pavón Teatro Kamikaze.

Es bastante habitual llevar a la gran pantalla cinematográfica, textos teatrales, como La soga, Un tranvía llamado deseo, La cena de los idiotas o más recientemente El método Grönholm, pero no es tan frecuente el recorrido a la inversa, desde las pantallas a los escenarios, quizás por la misma razón que lo normal es que el texto de un libro publicado se lleve a la escena, y no tanto que se publique un libro después de haber estrenado su texto en el teatro, aunque excepciones las hay naturalmente.

Y el Smoking room estrenado el 12 de octubre en El Pavón Teatro Kamikaze (hasta el 19 de noviembre), dirigido por Roger Gual, responsable también del celebrado filme de 2002, con su dirección y guión, junto con Julio Wallovits, es una de esas excepciones a la regla general, con la complejidad que tiene la comparación entre lo presentado en la pantalla, con sus diferentes recursos y posibilidades, y la puesta en escena teatral, similar a la diferencia que hay entre desarrollar la imaginación tras lo que se lee a través de los renglones de un libro y luego ver la obra teatral, o hacerlo a la inversa, con los condicionantes que tiene sobre lo visto inicialmente.

Roger Gual afronta el reto de manera valiente, pero sin ser inmune a los condicionantes, y consecuencias, de medios similares, pero distintos. Aún habiendo sugerido a los actores que no vieran la película para evitar tics o imitaciones, aunque Manuel Morón estuvo en el reparto de la película y también lo hace ahora en la propuesta teatral.

Ante nosotros se recrea un microcosmos fácilmente reconocible para cualquiera que haya trabajado en una empresa, identificamos al trepa, al pelota, al locuaz, al contenido, etc… y esas conversaciones carentes de una profundidad afectiva y emotiva, pero que ocupan, al menos, ocho horas diarias de cada uno de nosotros; hasta que, de la cosa más nimia, e insignificante, la tragedia estalla. Perdón, ¿he dicho tragedia?, sería para la víctima, porque para los demás todo sigue igual en la cotidianidad del día a día.

La apuesta de Roger Gual, en esta ocasión, en la puesta en escena, es de un minimalismo extremo, componiendo la oficina en la que transcurre la trama con unas simples tres mesas de despacho, separadas, entre sí, con unos pequeños biombos, que son utilizados por los propios actores para acotar los espacios y señalar los cambios de escena.

El trabajo actoral es algo desigual, resultando no homogéneo el colectivo, lo cual quizás obedezca a una elección intencionada del director, en todo caso es destacable la prestación de Miki Esparbé, como Ramírez, resultando totalmente creíble en cada perfil de su papel, simpático y desenfadado al principio, hasta convertirse en el sustento principal del drama en el momento de su desenlace. Edu Soto, como Enrique, le da perfecta réplica a Esparbé.

Interesante propuesta que, como siempre debe suceder en el teatro, nos hace removernos en nuestro asiento mientras la vemos, quizás porque nada de lo que se nos muestra ante nuestros ojos nos es extraño, sino más bien habitual.

Esta temporada teatral madrileña promete, esperemos continuar por tan buen camino.

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