La voz áspera y susurrante que nos habló del hombre de la vieja gabardina, de Marianne Ihlen y su amor en Grecia, la voz que nos habló de Janis Joplin, esa voz se apagó hace un año. Nos estamos refiriendo al gran Leonard Cohen. Voy a escribir este artículo del artista en presente porque su obra siempre estará viva.

Leonard Cohen es una sucesión de destellos en medio de la noche, cronista carnal del amor y la angustia existencial, empleó su voz abismal y monocolor para retratar el amor y hacernos reflexionar sobre las relaciones de pareja, siempre con ese estilo confesional e intimista.

Hay un latido en Cohen invisible, inasible pero sonoro, constante, que se revela en las cosas pequeñas; un susurro lorquiano, de rima y ritmo vertebrado por las voces propias y ajenas, como ecos cifrados que hablan de heridas, de sueños, de deseos.

Canciones y poemas se funden en la necesidad de contar, su voz se desliza siempre por una cuerda floja que mira de frente a los abismos y desafía con palabras al dolor que no tiene nombre. Desde esa Torre de la canción se asoma la leyenda de un trovador de inherente elegancia literaria y sensibilidad desbordante. Un recitador de vida entre la melancolía y la emoción.

Voz árida y cálida como una hoguera en lo profundo del bosque. Cohen se pasó la vida escribiendo letanías sobre el sexo,el amor y la muerte y poemas de una oscuridad luminosa.

Sus discos elegíacos celebran vida...

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