El requerimiento que el Gobierno envió el pasado 13 de octubre a Puigdemont, firmado por el propio Mariano Rajoy, era todo un galimatías gramatical. Carlos Mayoral calificaba en El Español este documento como un texto plagado de imprecisiones lingüísticas y enredos gramaticales. El “amasijo de sintagmas desordenados” desembocó en un desastre sintáctico, morfológico, léxico y semántico. Como remate, el susodicho escrito es un atentado al lector que puede ‘morir’ en el intento de leerlo, ya que apenas tiene diez comas en mil palabras.

Siete días después, Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, publicó un mensaje sobre la aplicación del artículo 155 en Cataluña con doce faltas de ortografía “de las que fríen los ojos”, según tildó Cristian Campos en su columna de El Español, que acabó definiendo la atrocidad lingüística de Colau como una “hecatombe ortográfica y moral que pide a gritos la intervención inmediata de una brigada entera de profesores de lengua de primaria capaces de alfabetizar hasta a un canto rodado”.

El bajo nivel cultural suele ir ligado a factores ambientales en los que han faltado oportunidades de lograr un conjunto idóneo de perspectivas escolares o sociales; pero no es éste el caso, estamos hablando, nada más y nada menos, que de presidencia del Gobierno y de la máxima autoridad de la segunda capital más importante de España, no de  indocumentados cortos de entendimiento.

La cadena trófica lingüística se transfiere de estos palos a las astillas de políticos locales que, con sus habituales coces al diccionario, llenan de vergüenza cualquier rincón del país. En mi ciudad, por poner un ejemplo cercano, se llegó a inaugurar un monumento en cuyo texto se podían contar hasta ¡30 faltas de ortografía!

Ser político, en general, no requiere demasiada preparación, tan sólo saber hacer la pelota e inclinar el cuerpo en señal de veneración a los que están arriba; con esto y algún requisito no muy exigente se puede llegar a la cumbre. Me preguntaba un amigo qué pasaría si a los políticos que gestionan nuestros intereses les pusieran, de improviso, el día menos pensado, un examen de nivel educativo secundario como los que se llevan a cabo en los colegios a niños de 6 a 12 años. No supe contestarle, nos miramos a los ojos y soltamos ambos una carcajada.

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