'Espía a una mujer que se mata'
Crítica teatral de la obra 'Espía a una mujer que se mata', adaptación del texto original de 'Tío Vania', de Anton Chejov, por parte Daniel Veronese, con su propia dirección, producida por el Centro Dramático Nacional, en el Teatro Valle Inclán, de Madrid.
Uno de mis más grandes, e icónicos, recuerdos del mundo teatral es una asombrosa actuación que pude disfrutar de Carlos Lemos, en 1978, en el papel de Tío Vania, de Antón Chejov, aquella interpretación y las lágrimas que brotaban del gran actor en el momento de mayor carga dramática de la obra, dejando fluir la desesperación y el desconsuelo de Vania, al comprender que su vida se había ido por el sumidero del paso del tiempo y que las certezas a través de las cuales la atravesó, no lo eran, aún me conmueven. Y la mejor de las noticias de este espéctaculo, Espía a una mujer que se mata, en versión del clásico de Chejov por parte de Daniel Veronese, es encontrar una interpretación de Tío Vania al nivel de aquella, ahora en la piel de un formidable Ginés García Millán, que no interpreta las lágrimas, sino que realmente llora, y nos emociona, en ese momento cumbre y especial, que nos sorprende como un rayo que atraviesa el pequeño espacio sobre el que se nos presenta la trama.
Veronese opta por presentarnos la esencia de Tío Vania en un reducido espacio, en forma de L, que recrea una habitación, con dos puertas e cada uno de los laterales, una pequeña ventana a través de la cual se quiere dar continuidad a lo que ocurre en la resto de la casa, fuera del alcance de nuestras miradas. Una simple mesa y tres sillas son los únicos elementos de atrezzo y los siete actores (y sus personajes) deambulan por un espacio de apenas 9 m2, abigarrados, lo hacen ellos y sus emociones, casi chocando unos con otros, y las unas con las de los otros. Todo ello con el público muy cerca, alrededor de los dos laterales del pequeño escenario. No se quiere ocultar nada e incluso, la potente luz que se mantiene a lo largo de todo la pieza, lo corrobora, nada de sombras, nada de tibieza… ¡todo a la vista!
La reutilización parece la palabra clave de Veronese en este espectáculo, donde todos los interpretes ya trabajaron anteriormente con él; la propia obra que ya presentó con gran éxito en Buenos Aires en 2006, y al siguiente año en la sala Cuarta Pared, de Madrid; e incluso la escenografía, la cual recupera de Mujeres soñaron caballos así como con parte del texto de Criadas, de Jean Genet, que introduce, a modo de travestido juego, entre los personajes de Astrov y Vania, como si fueran Claire y Solange.
La interpretación de todo el elenco raya a gran altura, más allá del formidable trabajo de Ginés García Millán, destaca Marina Salas, dando vida al personaje de Sonia con una gran naturalidad y frescura; Jorge Bosch (Astrov) y Pedro G. de las Heras (Serebryakov) están correctos; con una Natalia Verbeke que acierta al presentarnos la dualidad que tiene el personaje Elena, entre sus intereses y sus instintos; muy sobria, y con mucho poso, Susi Sánchez, como María, la madre de Vania; y muy conseguido el personaje de Teleguin, por parte de Malena Gutiérrez, poniendo el necesario contrapunto de humor, vital en una trama como esta, con sus entradas y salidas de escena, bien para cuidar de los pavos, bien para fumarse un puro.
Buen trabajo de Daniel Veronese que acierta tanto en la versión del texto, como en la dirección, eludiendo cualquier artificio y mostrándonos lo esencial de la historia que ocurre, las emociones de sus personajes y el trabajo de los actores por los que opta, tal cual, atravesados todos ellos por el espectro de Stanislavski.
En el programa de mano se promete que “…no habrá vestimentas teatrales, ni ritmos bucólicos en fríos salones, ni trastos…” y así es, lo que si hay es teatro de verdad.