Opinión

Deconstructing Woody

Dylan Farrow.

Dylan Farrow.

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Sobre lo ocurrido el 4 de agosto de 1992 entre Woody Allen y Dylan Farrow puede especularse hasta el infinito. Es poco probable que algún día sepamos toda la verdad. Mientras no sea así, quienes admiramos al cineasta neoyorkino, hemos crecido con sus películas y nos hemos vuelto más tolerantes, lúcidos y sensibles con su humor, no tenemos más opción que inclinarnos, aun con dudas, por una de las dos versiones contrapuestas.

1. Según Dylan, Woody Allen la llevó a un altillo cuando tenía 7 años, donde bajo el pretexto de jugar con un tren eléctrico, la desnudó y abusó sexualmente de ella. Durante años hizo lo posible por silenciar el episodio y desautorizar a la víctima.

2. Según Allen, ese incidente nunca ocurrió. La versión contada por Dylan habría sido inducida por su madre, a consecuencia de su despecho contra el hombre que cuatro meses antes la había sustituido por su hija adoptiva de 19 años.

Aprovechando el rebufo del #MeToo, que tanto está haciendo para romper el silencio y rasgar el velo que aún oculta el abuso sexual y de poder de hombres sobre mujeres en todo el mundo, Dylan Farrow ha vuelto a sacar a la luz su denuncia de hace más de dos décadas. Los hechos son exactamente los mismos, pero el ciberespacio lo ha cambiado todo. Los artistas de Hollywood se han pronunciado casi unánimemente en contra del director, haciendo caso omiso de que la Clínica de Abusos Sexuales Infantiles de Yale y las autoridades de protección de la infancia de Nueva York investigaron exhaustivamente el caso 25 años atrás y no hallaron prueba alguna que condenara al cineasta, cuyo caso fue sobreseído por dos veces.

Como a su personaje Harry Block, a quien Allen deconstruye magistralmente, le va a costar al director unir los retales de este desaguisado y encontrar quien quiera acompañarlo de ahora en adelante, ya no a recibir premios como a Harry, sino a realizar más películas. Es posible que la imagen pública de Woody Allen se haya vuelto borrosa definitivamente ante la avalancha mediática que no precisa de procesos judiciales y da prevalencia al testimonio emotivo: #YoSíTeCreo.

A uno le resulta humanamente desolador si quiera imaginar que alguien con un talento tan admirable pueda haber protagonizado hechos tan repugnantes. Más doloroso y deprimente aún es reconocer que vivimos en una sociedad en que esta o cualquier otra menor puede sufrir una agresión sexual semejante y ser víctima durante toda su vida de una violencia patriarcal que la revictimiza y la silencia sistemáticamente. Pero, por encima de lo anterior, lo que a uno le resulta realmente aterrador es encaminarse hacia un mundo donde las sentencias no las dictan los tribunales de justicia, ni siquiera periodistas inescrupulosos y amarillistas, sino las redes sociales, en ondas expansivas que terminan llevándose por delante el debido proceso y la presunción de inocencia sobre la que está basada el estado de derecho.

Margaret Atwood, la escritora otrora admirada y hoy cuestionada por el movimiento feminista, reflexionaba hace pocos días sobre la ruptura del sistema legal que amenaza con generar Internet: la idea de que alguien “es culpable porque es acusado” resulta preocupante. Precedentes hay de sobra. Los juicios sumarísimos sin garantías han sido moneda común de las dictaduras más execrables. Cuando la opinión pública mediatizada y canalizada por cauces dúctiles a las emociones sustituye a los tribunales, las consecuencias son imprevisibles.

Hay algo todavía peor que vivir en un mundo donde el abuso sexual deba ser combatido con firmeza debido a su preocupante y nauseabunda reiteración: vivir en uno donde las redes sociales decidan e impongan lo que es verdad y lo que es mentira.