Call me by your name

Un fotograma de la película.

No cabe la menor duda de que Call me by your name es uno de los acontecimientos cinematográficos del año. Lo es por supuesto por la robustez y entidad propia de la película, y lo es también, por lo que supone de consagración de un autor, Luca Guadagnino, con una corta pero intensa y apasionante obra cinematográfica a sus espaldas, que le convierten uno de los grandes del cine actual.

La génesis de esta obra parte de la conjunción de intereses del propio Guadagnino, autor emergente, con un grande ya en su ocaso, James Ivory, director de algunas de las películas que para mí debieran encontrarse en la cumbre de cualquier altar cinéfilo, como Lo que queda del día por ejemplo, y que ya se adentró en los 80 con un film de temática similar como es Maurice.

Se atisba cierta conexión entre ambos, no muy evidente, pero sí que convergen ciertas inquietudes compartidas por determinados paisajes y arquitecturas, y por cierta contención y refinamiento externo que contrasta con las pasiones internas, a veces volcánicas, de los personajes de sus películas.

En cualquier caso el sello de Guadagnino se impone, en una historia que engarza en lo emocional con la magistral Yo soy el amor, y con lo estético y lo mundano que tiene su obra anterior, Cegados por el sol.

Tras ver las películas de Guadagnino, lo primero en que pienso es que me encantaría habitar esos paisajes y lugares, ese universo de quietud, luminosidad y vida doméstica que encierra su cine. La naturaleza, la arquitectura, los caminos, la comida, son unas constantes vitales de sello tan propio, salpicadas por momentos de quietud, silencios, pausas y una aparente calma.

En Call me by your name se subliman muchas de estas inquietudes que convergen en una historia de amor tan bella, emotiva y auténtica que solo puedo compararla en tiempos recientes con la magnífica La vida de Adele, más explosiva y social pero igual de sincera, mezclada con toques de Nouvelle Vague que me retrotraen al cine de Francois Truffaut en todo lo que de sublime y real tiene el amor que refleja en sus historias el autor francés.

Y es que en esta película, se nos transmite la inigualable experiencia amorosa de quien se enamora de otro, en un entorno idílico de quietud paradisiaca, al mismo tiempo que se muestran aspectos de tal verismo, que cuesta no identificarse con alguno de los sentimientos de los personajes, y que alcanzan el momento de mayor desnudez sentimental en esa incomparable y única conversación que hacia el final de la película mantienen un padre y un hijo, y que es resumen de un espíritu, el de la película, y la bondad y pureza de un sentimiento, que es enamorarse.

Una historia que te hace empatizar y sentir como lo hace su protagonista, y que como en Los 400 golpes de Truffaut, te hace preguntarte por lo que le pasará a ese chico en el futuro, y que será de su vida de ahora en adelante. Yo personalmente creo que le irá bien, y que acabará sintiéndose un privilegiado por haber podido vivir lo que vivió ese verano de 1983.