La leyenda del brujo
El 16 de junio de 1981, al igual que miles de gijoneses, me desplacé a Madrid para animar al Sporting en su primera final de la Copa del Rey. Con la ingenuidad y la arrogancia de los primerizos, creíamos que nos sería fácil arrebatarle el triunfo a un todopoderoso Barcelona que, como mínimo, multiplicaba por diez nuestro presupuesto. Pero Quini, el mismo que nos había enseñado a creer en los milagros, nos devolvía a nuestra realidad de equipo modesto en el último minuto del primer tiempo, rematando a dos metros de su hermano el primero de la noche. No tuvo piedad por sus colores; en el segundo tiempo se encargaría de ponernos la puntilla.
Quini celebró los goles con naturalidad. No tuvo que fingir una falsa consternación, como hoy es costumbre, para ocultar los estragos que los desequilibrios financieros provocan en el alma de los aficionados. No recuerdo que ningún rojiblanco se enfadara con él por aquellos goles. Claro que hubiéramos preferido tenerlo de nuestro lado, pero nadie dudaba de su honestidad ni de su nobleza. Como profesional, se merecía jugar en unos de los mejores equipos del mundo y disfrutar de una oportunidad que Gijón no podía darle, después de haber hecho de nuestro equipo un matagigantes que nos llenaba de orgullo. 37 años después, a las pocas horas de su fallecimiento, nadie hizo de este episodio un obstáculo para su subida al panteón celestial sportinguista; la corporación municipal decidió por unanimidad que el Molinón vaya unido para siempre a su nombre.
Quini no era un atleta superdotado. No era veloz como Carrasco, ni se sostenía en el aire como Santillana; no regateaba con la habilidad de un Ferrero, ni poseía el disparo implacable de Kempes. Pero todos ellos, sus coetáneos, admiraban en Quini una cualidad única: parecía saber, antes que ningún otro sobre el campo, por donde vendría la pelota. Ese cariz imprevisible del futbol era el que aprovechaba Quini con una intuición y un atrevimiento excepcional. Es por eso que lo llamábamos el brujo.
Era uno de nosotros, un mortal, pero con un sexto sentido que todos anhelábamos. Los aficionados disfrutábamos asombrados viendo como el balón llegaba inesperadamente a sus botas y resolvía con maestría las situaciones más inverosímiles. Su fútbol nos llenaba de esperanzas y nos hacía creer en los milagros. En el año 79 condujo a un equipo de provincias al liderato de la liga y a punto estuvo de arrebatársela al Madrid.
Fuera del campo, la vida de Quini se pareció más a la de cualquiera de nosotros que la de un astro del deporte. Quini ganó dinero y lo perdió, disfruto de la vida y sufrió penalidades; tuvo errores y aciertos en su intimidad; sintió miedo cuando fue secuestrado y celebró con humildad y sencillez cada pequeño triunfo que suponía un gol; padeció un cáncer y lo supero a base de muchos sacrificios. Pero murió de la muerte más común antes los ojos incrédulos de un policía de servicio que se lo encontró en plena calle: “que venga pronto una ambulancia que se nos está muriendo Quini”.
Quién sabe cómo será la despedida de un Messi o un Cristiano. Quizás más multitudinaria. Pero será difícil que a los dolientes les alcance el desamparo que experimentamos ese día quienes llegamos al rebautizado estadio Enrique Castro Quini para participar en su funeral, en una de las jornadas más frías del año.
Esa noche del 28 de febrero lloramos por Quini. Pero sobre todo, lloramos por nosotros, huérfanos definitivos de aquel fútbol de entonces, antes de que dejara de ser un juego maravilloso para convertirse en una industria. Esa noche fuimos conscientes de que jamás volveríamos a emocionarnos del mismo modo con un deporte que ha perdido su magia. Quini fue un jugador de leyenda, quizás la última de un deporte que alguna vez fue entrañable, pero al que hoy la opulencia y el culto por lo superficial han herido de muerte.