Era un Dublín con lluvia de viernes, era la librería de Dame street, era una tarde de libros en el año que estrenaba la segunda década del siglo. The Grand Design había salido recientemente con gran pompa; el autor, Hawking, científico superstar había hecho su promoción en plasma y en su icónico trono de ruedas aventurando un paso más hacia la conquista de los secretos del universo.
Entré en la librería saludando al vendedor, viejo conocido de verme cada viernes encerrarme después del trabajo durante una hora en su templo antes de salir al mundo pelirrojo de pintas, amores y bohemia literaria. Estaba ansioso de adquirir el Gran Diseño y me abalancé al mismo, edición cuidada de papel y fotografía, para entrar a fondo desde un vistazo al prólogo.
Al acabar los primeros párrafos la decepción no pudo ser mayor. Miré al techo ahogando un taco monosilábico en inglés. Nuestro admirado héroe abría el texto valentón con una declaración de intenciones para introducir su modelo de diseño-sin-diseñador. Comenzaba con un acta de defunción tan caprichosa como falsa: “La filosofía ha muerto”. Y había muerto porque los filósofos no se habían reciclado, actualizado, en fin, estudiado tanto como él como para merecer, no ya un puesto de trabajo, sino un estatus en el mundo actual, posmoderno, positivista y ecuacional. Y se quedaba tan ancho, sin advertir que tal afirmación es filosófica, no científica. Postulaba que ellos, él, sobre todo él, debería encabezar una comunidad de Nueva Élite del Saber sustituyendo y relevando a grupos de sabios dominantes por siglos.
Esta frase gravísima pasó muy desapercibida para el gran público al elegir éste la famosa “Dios no es necesario para explicar el origen y funcionamiento del universo”. Hipótesis que habríamos aceptado para la discusión, con ambigüedad deísta e intención atea. En todo caso otra especulación filosófica y mucho menos grave que el acta de defunción anteriormente citada.
Compré el texto, en todo caso, como admirador del científico, pero me fui decepcionado por el mal de la soberbia. Los grandes estudiosos del juego de la Vida, señores de la Realidad siempre se topan ineludiblemente con un tema: Dios, Primera Causa, como lo queramos llamar. Y cuando llegan al ocaso, la mayoría caen. Caen por una cuestión de vanidad o soberbia, así de claro. Aparte de la imposibilidad de cambiar el chip del pensamiento desde la causa-efecto empírica hacia la necesaria especulación, se une el amor propio y destino de toda una biografía y su obra.
Entonces piensan decidir si matamos a Dios con cláusulas de infinitos o si lo dejamos como inteligencia y misterio. Stephen optó por aniquilar una forma de pensar. Opción errónea por no reconocer algo obvio: ni sabemos ni sabremos. Si hubiera elegido a un modelo como es Sócrates y hubiera plagiado su gran verdad del solo-sé-que-nada-sé, mi admirado Hawking hubiera reconocido nuestra condición y habría triunfado dando el mejor sitio a su labor. Frase fundamental que, en todo caso, no es humilde pues sabemos que continúa en “y eso me hace superior al resto de los hombres que ni siquiera saben que no saben”.
Hawking se quedó en estos últimos, desgraciadamente. Admiramos su trabajo, respetamos su esfuerzo, alabamos su superación. Sócrates y lo siento. Admiramos su talento, reconocemos su superación, amamos su pasión pero denunciamos su soberbia. Descanse en paz y, vaya donde vaya, se encontrará con un filósofo que se lo explicará mucho mejor que yo, pues esta raza habita en todos los limbos.
Stephen Hawking, DEP