El régimen político español actual, salido de la Transición, recuerda en muchos aspectos a la Restauración decimonónica de los Cánovas y Sagasta, representantes de una oligarquía que se turna en el poder. Hoy se habla de la oligarquía partitocrática del PSOE y del PP, aunque esta sea una oligarquía que no necesita la compra caciquil y descarada de los votos como ocurría entonces. Las elecciones son ahora democráticamente homologables a las que ocurren en las modernas democracias avanzadas. El mal que destruyó al Sistema político de la Restauración canovista fue el crecimiento inexorable de los distritos electorales de los caciques frente a aquellos cuya elección dependía del Gobierno.
Ortega sostenía, frente a la acusación de Joaquín Costa, autor del famoso diagnóstico de la Restauración canovista como un régimen de Oligarquía y Caciquismo, que el caciquismo no era un producto conscientemente buscado por los que instauraron aquel régimen, sino que era un resultado inexorable y necesario del choque de una Constitución copiada de la inglesa con el país real, debido a que, en los distritos rurales, que eran la mayoría en una España todavía eminentemente agrícola y atrasada, el elector llamado a votar no entendía, por su incultura y atraso, las diferencias ideológicas entre conservadores, liberales, etc. Y por tanto se abstenía.
Como no había elección, el Gobierno nombraba, por defecto, esto es, sin votos, a los llamados diputados "cuneros". Estos eran entonces los encargados de repartir los fondos gubernamentales para hacer obras y otras cosas que afectaban directamente la vida y haciendas de los rurales.
Entonces es cuando aparece el avispado cacique rural que convence a aquellos ignorantes electores para que le voten a cambio de un dinero, que le compensaba adelantar por cada voto, con vistas a obtener, como representante electo por verdadera votación, los cuantiosos dineros y beneficios gubernamentales que se encargaría de administrar en su personal beneficio. Así había elección donde antes predominaba la abstención, solo que la elección se basaba en la corrupción. No obstante, el Régimen no podía subsistir de otra forma y pudo resistir mientras la suma de diputados de las grandes ciudades, donde no había necesidad del caciquismo por la mayor cultura política ciudadana, y la de los cuneros, fue mayor que la de los corruptos distritos rurales. Pero en el momento en que estos últimos fueron mayoritarios y con capacidad para chantajear con chulería al propio Gobierno, el Régimen canovista se hundió con los crecientes desordenes público (grandes huelgas, Semana Trágica de Barcelona, etc.) por el desgobierno del poder central.
El mal que está minando la actual democracia española es muy diferente. Ya no es el caciquismo de la compra del voto, aunque quede algo de eso en las "peonadas" andaluzas. El mal es nuevo, es el crecimiento del separatismo. Por ello, es preciso hacer un análisis comparativo con lo que está pasando. Hoy España ya no es aquel atrasado país rural, sino un Estado industrial que ya desde el final del franquismo se estaba acercando a converger realmente con nuestros vecinos europeos más industrializados. El separatismo, como antaño el caciquismo, no hay que verlo necesariamente como un resultado de la mala fe de nuestros políticos, sino que deriva de una carencia de los propios electores españoles, no prevista. Esta carencia la situaríamos en la mentalidad política persistente en el electorado de las “dos Españas”, reflejadas en los dos grandes partidos, PP y PSOE, y la debilidad electoral de una "tercera España”.
Dicha Tercera España no votó con suficiente fuerza al centrismo que representaba Adolfo Suarez y entonces ocurrió necesariamente algo inesperado: el papel de bisagra, ante el empate de las dos grandes fuerzas políticas de conservadores y socialistas, pasó a ser desempeñado por las minorías separatistas de catalanes y vascos. Estas minorías nacionalistas, en principio no mostraban ningún interés por la democracia o la Constitución española. Incluso los peneuvistas vascos no la votaron. Pero todo cambió cuando comprendieron que apoyar con sus votos al Gobierno nacional permitía una mayor transferencia de competencias administrativas que aumentaban su capacidad de autogobierno y su camino hacia la meta independentista a la que nunca habían renunciado. Las transferencias competenciales han sido tan desmesuradas que el Gobierno central cada vez se veía más impotente para controlar y gobernar extensas áreas del territorio nacional, el cual se cuartea por la conversión de facto del Régimen Autonómico inicial en un Régimen Confederal, en una especie de Reinos de Taifas. Por ello estamos alcanzando el momento crítico en el que el Gobierno empieza a mostrarse impotente ante la chulería chantajista del separatismo catalán. La historia se repite, pero como tragicomedia.