El pasado día veinte de marzo, horas antes de comenzar la primavera, se conmemoró el Día Internacional de la Felicidad, auspiciado desde la ONU y, tal como sucede desde 2013, se publicó el Informe Mundial de la Felicidad, el cual se establece a partir de seis indicadores para su medida: los ingresos ‘per capita’, la esperanza de vida y la salud, el bienestar social, la generosidad, la ausencia de corrupción y la libertad social.

El ranking mundial lo dominan los países nórdicos de Europa, con Finlandia (7,63 puntos sobre 10) en primera posición, seguida de Dinamarca (7,59), Noruega (7,55) e Islandia (7,49), mientras nuestra España (6,31) ha empeorado dos puestos en el último año, situándose en, una más que discreta, trigésimo sexta posición, ubicada detrás Singapore (6,34) y Malasia (6,32), y adelantando, de forma apurada, a Colombia (6,26) y Trinidad & Tobago (6,19).

Teniendo en cuenta las variables utilizadas para constituir este ranking, algunas de ellas disparadas al alza en España, como la corrupción, y otras en franco retroceso debido a la política de recortes implantada con la coartada de la explosión de la crisis, que afectaron especialmente a los gastos sanitarios y la devaluación salarial impuesta tras la aprobación de la Reforma Laboral, a nadie puede sorprender el descenso de nuestro país en esta clasificación mundial. La estadística pone en datos concretos lo que sabe cualquier español de a pie de calle.

España es la décimo cuarta potencia económica mundial, sin embargo la felicidad que proporciona a sus gentes a través de las políticas de sus responsables y de su Gobierno, que son quienes establecen sus prioridades a través del presupuesto y de la gestión de las cuentas públicas, le lleva a una posición decepcionante. Su posición en el ranking mundial de la felicidad, a pesar de su clima, sus horas de sol y la dieta mediterránea tiene que ver con un inadecuado reparto de la riqueza: hay menos felicidad, porque hay más desigualdad.

Cada persona tiene en sus manos trabajar la percepción de su propia felicidad, pero a la hora de medirla a través de estadísticas oficiales el “odioso parné” monopoliza el protagonismo y al final, como irónicamente sentencia Woody Allen: “…el dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida, que se necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia”.

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