Es común que en la sociedad del saber multiplicado surja un inusitado interés por cualquier asunto que esté a la orden del día, pero no fruto del ansia por comprender e interpretar la actualidad, sino por al aspecto morboso y sensacionalista con el que se tiende a venderlo todo.
En las tertulias y debates televisivos es complicado discernir el aspecto analítico del amarillista. Si partimos de que el chismorreo es intrínseco al alma pícara hispana desde que el mundo es mundo, y le añadimos el universo inquisitorial del “trendic topic”, sociedad controladora e implacable con cualquier mínimo error de los representantes públicos, el resultado es un cóctel explosivo de linchamiento barriobajero, el triste arte de criticar por criticar; las masas del XXI ya no quieren la revolución, con 140 caracteres les basta para sentirse héroes.
En los tiempos de la espectacularización de la vida –edulcorado pero frívolo mundo del “influencer” de Instagram, política-teatro, banalización del periodismo– no es de extrañar que no se hable de otra cosa que del desafortunado altercado entre reinas, emérita y consorte, del pasado Domingo de Pascua, a mayores del caso Cifuentes y del insufrible show catalán.
La monarquía vuelve a estar en boga, el pueblo la recibe con sus brazos abiertos y sus lenguas viperinas por su calidad misteriosa, compleja, contradictoria y envuelta en ese brillo anacrónico pero romántico que parece poseer un poder cegador, un poder de atracción que ningún político republicano consigue igualar.
Y aprovechando la trifulca, vendrán los cansinos republicanos bananeros jurando librarnos del Borbón, los que han patrimonializado el republicanismo bajo una versión progre y feísta; frente a ellos, desde la razón y el pragmatismo he de decir bien alto y claro: gracias, Felipe VI. Gracias Sofía. Gracias Letizia.
Voy a hablar de la monarquía. La monarquía, esencia misma de la historia, de las relaciones humanas. Sustentada desde sus orígenes, desde los lejanos reinos de Oriente Medio, Asia y el Mediterráneo, los de las mitologías y religiones primigenias y los bárbaros altomedievales, en la naturaleza misma del ser humano en cuanto a su forma de relacionarse en grupo; así como el matrimonio, hijo de la Iglesia, sería garantía de estabilidad demográfica y civil, la monarquía sería garantía de estabilidad de los diferentes grupos con un sentido de común pertenencia; un sistema natural y jerárquico, azote de las disputas fratricidas por el poder del territorio concreto.
Hipócrita sería aludir a la meritocracia en el caso de la monarquía, en esencia hereditaria; partiendo de que todo hombre deba ser libre para alcanzar sus fines según sus méritos, si una idílica igualdad plena nos envolviera las herencias familiares carecerían de sentido; dudo mucho que los bananeros pijos-progres se erigiesen en modelos de moral renunciando al legado de sus raíces.
Si bien es cierto que el transcurso de la historia cuestiona ciertos aspectos de la monarquía, sería necio condenarla porque sí; al fin y al cabo, siendo antaño el único gran poder de Occidente junto a la Iglesia, ha demostrado en cada época gran habilidad para modernizarse, mucho más que aquélla. Incluso perdiendo paulatinamente prerrogativas, ha prevalecido su aspecto más valioso, genuino, bello y útil: el poder de representación de las naciones, de moderación, trascendente de ideologías y partidismos. Y todo a través de un protocolo, un boato, un simbolismo y un imaginario que la proyectan brillante y sublime. Por ello no es de extrañar que su estética, sus destellos, sigan causando impacto, curiosidad y atracción.
Dudo mucho que naciones prósperas como Reino Unido, Noruega, Suecia, Dinamarca o Países Bajos se equivoquen al conservar a sus reyes; quizá demuestran ingenio, intuición, inteligencia y practicidad; hasta Bélgica y nuestra España, naciones de fuertes pulsiones centrífugas, deben parte de su estabilidad a sus monarcas como nexos de unión patria y embajadores ejemplares.
Es cierto que fue un gran error que la disputa real sucediera a ojos de la ciudadanía; pero injusto sería no perdonarles un pequeño incidente, tanto a una gran profesional como es la reina Sofía, como a la también gran profesional que está siendo la reina Letizia, continuamente vapuleada por la prensa y la opinión pública, difamada por fría, altiva y distante, cuando nadie tiene legitimidad para juzgar a una familia tan complicada, de la que nadie más que ellos ha tenido el gusto o la desgracia de formar parte; ¿acaso será sencillo delimitar los límites entre vida pública y privada de una familia enteramente expuesta a los focos? Bastante bien lo hace la consorte para no haber sido educada desde la cuna, con el paradójico defecto de sobreactuar su función en aras de su elevado perfeccionismo.
Visto lo visto, sólo me queda reiterar: gracias Felipe VI, Sofía, Letizia. Por muchos años representando a esta gran nación, tan cainita a veces, tan convulsa, pero tan viva, fuerte y tenaz.