Ya amartillado el último clavo de la tapa del ataúd político de Cifuentes y con las "semiverdades" de Cristóbal Montoro en la financiación del 1-O, (me esfuerzo por ver el vaso medio lleno), llegó Catalá para meter la mano donde nunca jamás un político debería meterla: en la justicia y sus integrantes.

Cierto es que la sentencia de la manada ha dejado un océano de reacciones negativas más que entendibles, pero un titular de la cartera de justicia debería situarse muy lejos de las valoraciones personales de los Magistrados y sus capacidades.

La separación de poderes se ha visto una vez más transgredida, vulnerada por un político que, acostumbrado a que el Consejo General del Poder Judicial sea un popurrí de afines de carné a los viejos partidos, se ha sentido con la autoridad de cuestionar el trabajo tanto del máximo órgano judicial, como de uno de los Magistrados autores del fallo.

Es de primero de derecho, (la carrera en la que supuestamente licenció el Ministro), que el poder ejecutivo jamás debe inmiscuirse en las competencias del poder judicial, que debe ser la joya intocable de la corona y fuente propia de la legitimidad de un Estado. Entrar a valorar la capacidad o incapacidad del Consejo General del Poder Judicial para juzgar la capacidad de uno de sus Magistrados, es, como mínimo, una gravísima temeridad.

Ahora incluso le puede sorprender que toda la curia judicial pida su dimisión, posiblemente si militara en otro partido, sería el propio partido el que promovería su entrega de una cartera que, bien demostrado queda, no merece.

'Irregenerable' el Partido Popular, que sigue anclado en justificar las penosas gestiones de sus máximos responsables en vez de promover la salida de quienes la "caguen".

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