Aunque el fútbol solo es la cosa más importante de las cosas que no tienen importancia, tal y como decía Eduardo Galeano; en este mes de julio, como sucede periódicamente cada cuatro años, la atención de miles aficionados e incluso de quienes no lo son, se posa en las pseudo-batallas que se disputan en verdes praderas, aunque sean recreadas artificialmente sobre un desierto, como sucederá en Qatar en 2022 gracias a los milagros de los petrodólares adecuadamente destinados, aún contra todo sentido común.

Pero todavía estamos en 2018, con días por delante para conocer al nuevo campeón y ya sin las selecciones de Alemania, Argentina, Portugal y España, todas ellas eliminadas. Algunos llamarán a esto la maldición de los últimos campeones, aunque lo adecuado seria decir que es la consecuencia del mal juego.

En el caso de España se puede decir que lo que empezó mal, ha tenido el final que se presagiaba después del sainete montado 48 horas antes de empezar la competición. Nunca en la historia de la Copa del Mundo una selección destituía a su entrenador en una circunstancia como ésta, y ese es el récord español que será recordado alrededor de este Mundial de 2018, difícilmente batible en sus datos numéricos y en su esperpento.

La decisión tomada por el recién elegido, el 17/05/2018, presidente de la RFEF (Real Federación Española de Fútbol), Luis Rubiales, sucesor de Angel María Villar (29 años en el cargo) desequilibró un grupo al que descabezó de su líder natural y que no se ha recuperado, todo ello ante un ataque de soberbia de alguien con nula experiencia ejecutiva, que fue incapaz de medir las consecuencias de las posibles decisiones a tomar, que se dejó asesorar por la parte más radical de quienes ocupan las cercanías del negocio que alimenta el fútbol.

El equipo de España quedó sin opciones competitivas dos días antes de comenzar el Mundial de 2018 en Rusia, y el responsable, más allá de coartadas, causas o consecuencias en el origen de los hechos, fue su presidente federativo; no busquen otra causa, ni penaltis fallados, ni penaltis provocados.

La agonía ha durado cuatro partidos, en los que enfrentándose a Portugal, Irán, Marruecos y Rusia, solo ha ganado uno, gracias a un gol de rebote a la selección asiática, y la mejor alegoría de lo sucedido estuvo en la cara de Fernando Hierro en el banquillo, incapaz de cambiar el ritmo de lo que sucedía nunca, sin un plan “B”, anclado a un solo sistema y superado por los acontecimientos. Él asumió el encargo de un sinsentido, es un empleado de la RFEF y, quizás, no podía decir que no.

La derrota nunca es un fracaso en sí misma, pero sí su forma, y ésta solo tiene un nombre, el de Luis Rubiales, porque quienes le asesoraron en su decisión son anónimos y como tal permanecerán ocultos.

Lo que es evidente es que lo que mal empieza, mal acaba. Nadie puede exigir la victoria en una competición así, pero sí que, al menos, el peor enemigo no esté en casa …¿se aprenderá la lección?.

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