Mi padre vio por última vez al suyo una tarde de agosto de 1936, cuando una cheka fue a buscarlo a casa. La guerra civil había estallado y los crímenes en ambos frentes eran comunes. Se estima que un aproximado de 50 mil ciudadanos fueron asesinados en la retaguardia republicana y 100 mil en la de los sublevados. En la primera el mayor delito era ser católico. Además, este hombre que emigró a Cuba con 16 años para huir de la pobreza y que había montado una tienda de ultramarinos a su vuelta, había cometido otro “delito” aborrecible: era miembro de la CEDA. Es decir, militaba en un partido conservador que creía que la república era patrimonio de todos y no solo de los partidos de izquierda.
Mi abuelo se inclinó sobre mi padre aquella tarde del 36 para darle un beso en la mejilla y susurrarle que iba a acompañar a hacer un recado a aquellos señores que habían venido a buscarlo. Su familia nunca volvió a saber de él. No conocieron de su asesinato ni mucho menos del destino de su cadáver. Hace cinco años, supimos casualmente que, según recordó un contemporáneo, fue arrojado vivo a una chimenea de una mina de carbón, junto con otros ciudadanos que también iban a misa.
Mi abuela fue una viuda triste y aprensiva que buscó durante años infructuosamente indicios del destino de mi abuelo. No votó en las primeras elecciones libres tras la dictadura. Aborrecía la política. Sus hijos sí lo hicieron. Ambos habían renunciado muchos años atrás a recuperar los huesos de su padre. Decidieron mirar hacia adelante. En 1977 apostaron por el Partido Socialista Obrero Español, herederos políticos de quienes habían asesinado a su padre. Mi padre y mi tía no fueron una excepción. Como muchos millones de españoles, vivieron la transición política como una nueva y asombrosa oportunidad para crear un país mejor y más justo.
A la muerte de Franco, sus partidarios entendieron que no era posible seguir con el régimen, que había que renunciar a la victoria obtenida en una guerra injusta y abominable para ganar la convivencia pacífica. Quienes perdieron la guerra, o sus herederos, entendieron a su vez que la libertad era mucho más deseable que la revancha.
Durante 30 años, la mayoría de los españoles ayudamos a construir un nuevo país sin pensar en nuestros muertos. En eso estábamos cuando el presidente Zapatero pensó que la mejor manera de fidelizar el voto de la izquierda era abandonar el pacto de la transición y agitar el guerracivilismo. Y lo hizo, con éxito.
Una buena parte de la sociedad española miró con desconfianza esta ley, pero asumió que recobrar los restos de los españoles sepultados en las cunetas era una labor justa y deseable para cerrar heridas. Lo que no era justificable era el sectarismo. Esta ley trató de dividir otra vez a los españoles entre buenos y malos, entre leales a la democracia y partidarios de la dictadura.
El gobierno de Rajoy suspendió la aplicación de esta ley, pero no la derogó. Acostumbrado a evitar la confrontación hasta lo patológico, quizás pensó que nunca llegaría al poder un presidente tan ignorante y con tan escaso sentido de Estado. Sánchez promete multiplicar su proyección. Volveremos a invertir dinero de todos, en buscar los restos de algunos de nuestros antepasados (9.9 de cada 10 exhumados son republicanos; según el presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica “no hay fosas en el bando nacional”… para fortuna de mi abuelo); en remover los restos mortales del dictador (no de los que de parte del bando republicano fueron responsables del asesinato de cientos de civiles, como Santiago Carrillo a quien honra haber reconocido que “todo fuimos terroristas”); en prohibir las asociaciones que hacen apología del franquismo (son tan escasas que nadie las conoce) sin tocar aquellas que hacen apología del comunismo (y hoy gobiernan en las principales ciudades de España y en otras más pequeñas como en la que nació y fue asesinado mi abuelo); en crear una mal llamada “Comisión de la Verdad” que evite el pluralismo de pensamiento e interpretación respecto a la guerra civil y condene y censure aquellas versiones que no se asusten a la verdad oficial.
Mi padre perteneció a una generación que fue paciente, pero nunca cobarde ni timorata.Vivió con el corazón rasgado por el recuerdo de miles de padres y madres de uno y otro bando que se fueron para nunca volver tranquilizando a los suyos: “No llores, voy a acompañar a estos señores a un recado y ya vuelvo”. Tuvieron el mayor de los corajes, el de pensar que a veces es necesario renunciar al rencor y a la justicia perfecta para construir un espacio común donde todos podamos vivir con libertad. Soy hijo de esa generación y a ella me debo. Por dignidad y por convicción. Y ante esta nueva afrenta al espíritu de la transición, me uno a los que piden que nos dejen votar ya. Que, con un gobierno como este, la paciencia es temeraria y urge ir a elecciones.