Vistas panorámicas.

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Azotea

Mario Martín Lucas
Publicada
Actualizada

Un grupo de casas bajas separa mi mirador, de la playa, brindándome a la vista una perspectiva fantástica de todo lo que ocurre en sus azoteas, terrazas e, incluso, tras los cristales de algunas de sus ventanas.

Una mujer con bata roja tiende ropa blanca sobre un balcón verde, al que dan unas puertas azules. En la casa de al lado un hombre corta el césped del jardín, mientras el sudor brota por los poros de su piel dando brillo al contraste de color con la ceñida camiseta blanca de tirantes que le cubre, sin ser consciente, o sí, de las miradas furtivas que le son dirigidas tras el pequeño hueco de unos visillos que dejan ver la fina mano de mujer que los sujetan.

La pequeña puerta de la azotea comunitaria del bloque de esquina, frente a mí, se abrió, y de ella salió una mujer alta con el pelo recogido en un moño, y un vestido negro y ceñido, que lucía elegante en su hoy, las huellas de su ayer, quien recogió una tumbona plegable, oculta tras un murete bajo para, lentamente, como si fuera una coreografía cientos de veces repetida y premeditada al detalle, empezar por fijar su posición frente al sol, colocando sobre ella una toalla que imitaba la piel de algún animal salvaje, en guiño étnico nada casual, continuando por recoger sobre su cintura el vestido y sacárselo por la cabeza, plegándolo hasta en tres veces, antes de colocarlo en pulcra equidistancia, y con total minuciosidad, entre su bolso y ella misma, un momento antes de tumbarse boca arriba con sus pechos al descubierto.

En un recodo estrecho entre una casa señorial y otra más discreta, un hombre corpulento, de grueso abdomen y avanzada alopecia, tumbado cerca de una pequeña piscina, sonríe a una joven, seguramente su hija.

El cortacésped cesó en su ruido y el joven de la ajustada camiseta blanca de tirantes hace un receso en su tarea; los visillos de la ventana cercana, antes sujetados por una sutil mano femenina, oscilan segundos antes de que la puerta de casa se entreabra levemente, a medio camino entre la casualidad y la insinuación; justo en el instante en que un socorrista de la playa sorprenda al joven de la camiseta, tapándole los ojos con las manos y abordándole desde su espalda, para aprovechando el giro de la cabeza, besarle en los labios, momento interrumpido por un fuerte portazo en la casa cercana.

La chica que tomaba el sol en el recodo estrecho, no estaba con su padre. Las caricias que su acompañante le dedica en su espalda, convertidos de juego inocente, en lascivo, lo dejan evidente; él interca la furtivas miradas en todas direcciones, sin percatarse que el único testigo que asiste a los escarceos con su “lolita” soy yo, desde mi azotea.

Vuelvo mi vista hacia la mujer que hacía “top less” en la terraza comunal que hace esquina frente a mi mirador, pero ahora solo visualizo la hamaca vacía frente al sol. Recorro la balconada y ahí la encuentro, exactamente frente a mí, mirándome y haciéndome un inequívoco gesto con su mano. Ahora soy yo el observado.

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