Chiste malo (muy conocido): dos hombres van a coger setas al campo. En estas uno de ellos se encuentra un rolex y, alborozado, se lo comunica al otro. Este último, contrariado, le espeta: “¿A qué estamos, a setas o a rolex?”. Esto es lo que yo me pregunto a propósito del taxi y su estrambótica regulación.
Me explicaré, pero a partir de dos premisas, una fáctica y otra teórica. La premisa fáctica: la actividad que desempeña un conductor de Uber o Cabify es sustancialmente la misma que la de un taxista. No altera esa identidad sustancial el que el servicio de Uber o Cabify se pre-contrate y, además, a través una aplicación. Cualquiera que haya usado este servicio sabe que, una vez hecha la solicitud, es cuestión de pocos minutos que el conductor se presente en el lugar de contacto convenido. Además, el servicio de taxi también se puede solicitar con antelación, por teléfono e incluso a través de aplicaciones como MyTaxi. No hay ninguna razón de peso que explique que el taxi y los “nuevos” servicios de VTC (Uber y Cabify) estén sujetos a regímenes jurídicos diferentes. Otra cosa son los servicios de VTC tradicionales, esto es, el verdadero alquiler de chófer con coche, una actividad distinta a la del taxi que justifica, por ello, una regulación distinta.
La premisa teórica: la distinción entre sector de mercado y sector de no mercado, planificado o “publificado”. Un sector es de mercado, entre otras cosas, cuando hay libertad (limitable pero no eliminable) de acceso al mismo y libertad (limitable pero no eliminable) de fijación de precios. Un sector es de no mercado cuando el acceso a la actividad de que se trate es una concesión del poder público, que fija, además, el precio y otras condiciones esenciales de la misma.
El transporte público discrecional urbano de viajeros, el que ha venido realizando tradicionalmente y en exclusiva el taxi, es un actividad de no mercado, “publificada”. Son los poderes públicos, en concreto, los ayuntamientos, los que determinan el número de oferentes del servicio (mediante las correspondientes licencias) y los precios (mediante las correspondientes tarifas). La licencia de taxi no es una simple autorización administrativa para desempeñar una actividad privada en régimen de libre competencia, es una auténtica concesión pública. Y un servicio sustraído al mercado, por coherencia, solo puede ser prestado por aquellos a quienes se les concede públicamente.
Sentadas las premisas, las preguntas. La primera: ¿Cómo es posible que el legislador, el mismo que ha sustraído al mercado una actividad para unos actores (los taxistas privilegiados con la concesión de una licencia), permita al mismo tiempo que se desarrolle esa misma actividad en régimen de mercado por otros actores (los titulares de las autorizaciones VTC)? Tienen razón los taxistas cuando hablan de “competencia desleal”, pero yerran el tiro al identificar a los responsables: la deslealtad no viene de Uber y Cabify, sino del legislador, que permitió la incoherencia de que surgiera ese “mercado” paralelo al “no mercado” de los taxis.
La segunda: si el del “taxi” es un sector de no mercado y las licencias son concesiones públicas, ¿cómo es posible que los taxistas puedan venderlas, obteniendo pingües beneficios? Una vez más el responsable es el legislador, que permite que se transmitan las licencias y, con ello, ha generado un mercado derivado de un servicio público. Un mercado, además, ni libre ni competitivo: los oferentes son los que son (los que deciden los Ayuntamientos) y gozan de una posición de dominio desde la que especular e inflar el precio de las licencias. Precisamente la irrupción de las VTC ha puesto en riesgo ese mercado especulativo, pues desinflará el precio de las licencias. He aquí una de las razones (no confesable) del malestar de los taxistas con Uber y Cabify.
Mi respuesta a estas preguntas: o actividad de “no mercado” (planificada) o actividad de mercado, pero no ambas cosas a la vez. Esto es: si se decide “no mercado”, todos (taxis, Uber y Cabify) sometidos a licencia pública y a precios públicos (tarifas), pero prohibido transmitir las licencias; si se decide “mercado”, todos (taxis, Uber y Cabify) con libertad de acceso, previa autorización administrativa reglada, y con libertad de fijación de precios.
Tengo dudas de que los ayuntamientos estén en condiciones de planificar eficazmente y sin presiones tanto el número de licencias necesarias como la cuantía de las tarifas. Prefiero, por tanto, la segunda opción, pero confieso también mi temor a que una liberalización del servicio conduzca a una situación indeseada: un oligopolio privado. Para evitar estas situaciones se requiere una buena regulación y una eficaz actuación en defensa de la competencia. Ninguna libertad es –debe ser- absoluta, tampoco la libertad de empresa.