A punto de adentrarnos en un nuevo período electoral, es natural sentir que llevamos mucho tiempo en campaña. Vivimos en lo que EEUU bautizó hace 40 años como «campaña permanente», que viene a ser la conversión de toda una legislatura en un gran período electoral. Para qué esperar al arranque oficial cuando se puede conquistar al votante cada día con cada discurso, cada entrevista, cada vídeo, cada tuit.

Es natural también sentir cierto hastío. Que su desafección política haya aumentado, que tenga una sensación de crispación generalizada y que el bombardeo informativo constante que sufre a diario le lleve incluso a aborrecer en lo personal a alguno de los candidatos. El espectro político ha evolucionado hacia un sistema de cinco partidos, y sin embargo el crecimiento de la oferta, lejos de sumar, parece que resta.

El espacio electoral se disputa peleando cada minuto como si fuese el último. Jamás hubo tantos partidos que pudieran condicionar el futuro con un porcentaje de voto indeciso tan alto. La política cambia al votante y el votante a la política. Pero, ¿han sabido los partidos adaptarse a una sociedad cada vez más independiente, que tiene nuevas inquietudes y que va más rápido que sus representantes? 

Es cierto que el interés del ciudadano por la política ha crecido en los últimos años. Pero la forma de consumir contenido político también ha cambiado. Nuevas plataformas, nuevas narrativas. El programa y la ideología se venden hoy como un producto de marketing porque el votante quiere vivir al día, entre el zasca y el escándalo, esperando al último momento para decidirse entre un producto u otro. Cada mañana, miles de personas ponen el contador a cero para ser seducidos de nuevo, en una carrera frenética que no pone freno a la rabia ni límites a la ética; donde por primera vez el insulto se convierte en argumento, algo que parecía impensable hace unos años. Las formas se pierden, no solo por la falta de educación de algunos candidatos, sino como respuesta a una demanda que el público espera y reclama.

Este nuevo estilo, importado también de Estados Unidos, podríamos denominarse 'zascacracia'. Un modelo de comunicación política que se reduce a la mínima expresión de un zasca. Ya no son tan necesarios los medios. El partido se juega cada día en cada casa, en cada perfil de Facebook y Twitter. Allí, prolifera rápida, irónica y creativamente la respuesta afilada con el único fin de desacreditar y ridiculizar a alguien. No importan los datos, no importa el sesgo. No se busca la respuesta argumentaba ni inteligente. Solo se necesita un fleco para sostener el mensaje. El premio: un like.

No muy lejos de aquí, Macron cambió la 'zascacracia' por el debate humano, consciente de que ser un servidor público conlleva una serie de obligaciones, como dar ejemplo a sus ciudadanos. El presidente francés no solo no superó la crisis de los chalecos amarillos, sino que organizó el Gran Debate Nacional, con más de 10.000 actos para hacer algo tan revolucionario que suena imposible hoy día en España: escuchar a la gente.

Mientras a este lado de los Pirineos asistimos en chaqueta al auge de la ultraderecha alentada por la izquierda y algunos medios, en Francia el presidente se remanga la camisa y baja a la tierra para escuchar lo que tengan que decir los miles de ciudadanos para mejorar su país. Nada de espectáculo de fieras midiéndose en la distancia. Nada de caer en trampas de muros y pistolas por la calle. Política de la de antes. Sin libertinajes. Sin rabia. Sin crispación. 

Da pena ver que ese frenesí contagia también a gente que no tiene tiempo para pensar. Gente a la que le basta sentir algo, aunque sea rabia, para decidir prematuramente o gritar. Gente que no ve más política que esto. Que no quiere saber que las legislaturas duran cuatro años y no cuatro meses, y que las instituciones tienen marcos por donde no caben las balas, ni los muros, ni las puertas a un pasado al que nadie quiere regresar.

Consumimos información sin preguntarnos siquiera si es real. Preferimos una verdad a medias antes que verificar. Damos por válida cualquier exageración, cualquier insulto, cualquier provocación porque es más fácil vivir cómodos, creyendo que nada nos afecta. Que somos inmunes a esas peleas políticas de nivel de barra de bar, aunque regresemos silenciosamente a nuestro estado más primario. Ironizamos con todo; confrontamos sin buscar el debate, porque no importa siquiera lo que diga una Ley o un intelectual. No leemos para entender, sino para respaldar nuestras opiniones. No escuchamos para comprender, sino para preparar la siguiente respuesta. 

Y del odio y la rabia que venden algunos construimos barreras o argumentos, y lo que somos ideológicamente se expone en las redes y seguir ganando likes, cueste lo que cueste. Como si eso nos alimentara.

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