Gran juego de metateatro de Ernesto Caballero para presentarnos a Cicerón como uno de nuestros contemporáneos, terrenal hasta la extenuación, capaz de mostrarnos sobre el escenario sus ganas de cenar, llegada la hora oportuna, como cualquiera de nosotros; al tiempo que es capaz de sorprendrernos con sus ripios filosóficos. Igual que Julio Cesar fue víctima de ellos, e incluso de aceptar, con la mayor muestra de su vulnerabilidad, la aquiescencia sobre su propio sacrificio máximo. Solicita a su verdugo una única cosa: que sea eficaz en su trabajo y tenga un certero golpe sobre su cuello, para que, en alegoría máxima del comportamiento humano, capaz de ser macabro hasta el extremo, su cabeza sea expuesta en un mástil a la puerta del Senado de Roma, llegando a concitar más expectación en ello que cualquiera de los discursos de su elaborada oratoria, sin llegar a ser comprendido en su totalidad, más por su complejidad que por su extensión.

El espectáculo de Viejo amigo Cicerón, coproducción del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y el Teatre Romea de Barcelona, contiene varios aciertos, desde su texto, a la dirección, la elección escenográfica y a su interpretación. Pero, sin duda, las cotas máximas en su creación tienen que ver con su texto, en la creación de su realidad atemporal en la que el hoy, juega en las mismas claves que el relato de lo sucedido hace mas de veinte siglos, componiendo un ejemplar artificio en el que ni las vestimentas del siglo XXI. Ni la biblioteca de Rimini que se recrea, nos impiden ver sobre la escena al Marco Tulio Cicerón que habitó Roma hace veintidós siglos, acompañado de su fiel Tirón y de su hija Tulia.

A través de la visión de ese Cicerón, desvestido de cualquier rasgo de infalibilidad, sino al contrario, revestido de las dudas y contradicciones de cualquier ser humano, comprendemos mejor a Julio Cesar. Entendemos la gran pasión de aquél y, también, su gran desilusión, su odio a Catilina, su aprecio por Bruto, su desprecio por Marco Antonio y su afecto por Octavio, fuera de toda lógica, en los cuales engendró su propio y doloroso final.

Mario Gas dirige de forma efectiva la puesta en escena de la trama diseñada por Caballero, con una acertada escenografía de Sebastià Brosa, aún renunciando -como suele suceder en este magno espacio escénico- a una gran parte de la superficie disponible. Destacan de forma notable las videoescenas creadas por Álvaro Luna y la iluminación de Juanjo Llorens, además del diseño de vestuario de Antonio Belart.

José María Pou encuentra un personaje que encaja de forma perfecta en su desempeño sobre la escena, recreando a una especie de profesor que se apresta a colaborar con dos estudiantes que preparan su trabajo fin de curso sobre Cicerón. Supera los registros de otros trabajos en sus interpretaciones recientes como el capitán Ahad de “Moby Dick” o Sócrates en este mismo escenario hace dos temporadas, y parece recuperar frescura e incluso movilidad sobre la escena, por parte de quien apareció, por primera vez sobre este colosal espacio teatral en 1971. Bien secundado por Miranda Gas y, especialmente, por Bernat Quintana, del que ya pudimos acreditar su talento en trabajos como “Calígula”.

Oportunísima esta recreación del gran padre de la oratoria y la retórica, para plantearnos en este momento algunas preguntas. ¿Está justificada la rebelión en pro de unos determinados derechos, aún atentando contra la legitimidad de un 50% de la población? ¿Es legitimo que una asamblea pública entre en conflicto de forma insistente contra las leyes que la sociedad se ha dado? ¿Deben estar las leyes vigentes por encima de cualquier poder? ¿Puede ser la Ley injusta? ¿Qué debe suceder para modificar una legitimidad constitucional? ¿Debe prevalecer la legitimidad de las leyes y el deber de cumplirlas, como esencia de los más avanzados sistemas democráticos, o imponerse la simple voluntad expresada de una mayoría constituida en asamblea?

Preguntas, preguntas… que nos surgen al ver a Cicerón, de nuevo, sobre las piedras milenarias del Teatro Romano de Mérida, dentro del 69º Festival Internacional de Teatro Clásico. Con ellas intentamos responder a lo que sucede a nuestro alrededor en esta añada diecinueve del siglo XXI, dos años después de los hechos sucedidos en Cataluña, en una nueva demostración de que el mundo, sus paradojas y sus entelequias, no han cambiado en lo sustancial. Antes, igual que ahora, siempre hubo quien quiso sacar ventaja de las aspiraciones de un pueblo desasosegado, que sintiéndose abandonado (y también manipulado), no tiene nada que perder. Y asume, con desesperación, enfrentarse al abismo, hasta el extremo de trucar una república romana dirigida por un Senado de notables elegidos por el pueblo democráticamente a través de procesos garantes previamente establecidos, para sustituirla por la dictadura del salvapatrias de turno.

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