Escribir sobre don Arturo, una vez que la platea está vacía, la luz apagada y esparcido el confeti de cuantos renglones han sido escritos acerca de él, se antoja tarea muy complicada. Ya sé que si no soy el último  seré el penúltimo en dedicatorias, pero es lo que tiene el publicar  sobre la bocina de la actualidad, que algunas veces llegas tarde aunque en esta ocasión lo fuera por muy poco.  

Como ustedes saben, el admirado Arturo Fernández falleció el pasado jueves día 4 y ojalá hubiera seguido sobre el escenario de la vida para no haber tenido  que escribir acerca del obituario de este grande entre los grandes. Con 90 años nos demostró lo que otros muchos persiguen y no alcanzan, que no es otra más que el talento y la distinción de elegancia.  Se me antoja que don Arturo era un actor de sí mismo capaz de convertir en éxito cualquier género, porque fue íntegro en su categoría profesional y cabal en su elegante manera de convivir con los demás. Nunca precisó de la vulgaridad que se gastan quienes popularizan efímeros aplausos gracias a las subvenciones. Es el botín de la mamandurria frente a la exclusividad de la inteligencia lo que coloca a cada cual en el lugar que le corresponde. En eso, Arturo Fernández ganó por goleada sabedor de que en este país el perfil de la lisonja por amiguismo goza del derecho de pernada cuando eres palmero de ciertas castas políticas. 

Este gran actor ha cosechado éxitos en todos sus frentes. Es lo que muchos no perdonan por el sesgo de la envidia, la independencia ideológica, la cicatería  o la falta de higiene cultural. Medios como Televisión Española pasaron de puntillas a la hora de dar la noticia de su fallecimiento sin mayores alardes para homenajear su memoria, pero ya sabemos la manera tan transversal que utiliza el principal medio público a la hora de informar. A fin de cuentas, es lo de menos, porque don Arturo ya lo había ganado todo sobre la escena y eso el público lo supo premiar en vida. Por eso, demos las gracias por nada a Rosa María Mateo, una vez más su sesgo político ha quedado tan claro como el caldo de un asilo.     

En una de esas entrevistas de proximidad a la persona, aunque insisto que Arturo Fernández era tan real como cada uno de los distintos personajes que le tocó interpretar, solía decir que su mérito no era otro que serle fiel al público y a su profesión. “La elegancia sobre el escenario nada tiene que ver con la arrogancia, el secreto está en ser uno mismo”. Persona que no guardaba ningún tipo de doblez en su manera de ser, siempre se mostraba con idéntica naturalidad, incluso aquellos con los que chocaba de manera frontal le cogían cierto cariño.    

Digo yo que la sabiduría en el quehacer de tantos años, al igual que en tantos registros escénicos, es la fórmula indisoluble de los triunfadores. No es una simple raíz cuadrada, es el fruto de ser como él era dentro y fuera de la escena. Hombre que supo interpretar tanto lo divino como lo humano, nunca lo hizo con la pretensión de rivalizar con nadie, más bien su reto era su público y a él se debía como por ensalmo: “A un actor el único que puede retirarle de la escena es su propio público, y a mí aún no me lo han pedido”. 

Y se fue con multitud de premios y reconocimientos a pesar de ser de derechas “porque de haber sido de izquierdas, a lo mejor me hubieran dado el Goya o el Max”.  Tú bien sabías que ese era el otro teatro de la vida, el de los jactanciosos, los chanchullos y las envidias, el tuyo, el de verdad, es el del talento, además ya sabes que la envidia en este país es muy mala, a pesar de estar subvencionada. Que te quiten lo “bailao”, maestro

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