Hace poco más de un año, en su discurso para graduados de la Universidad de Nueva York, Justin Trudeau hizo una una última petición a los alumnos: “salid ahí fuera y combatir la mentalidad tribal”.

Para el Presidente de Canadá, la mentalidad tribal es una conducta disociativa que lleva a una persona a distorsionar la realidad y convertir todo su entorno en un escenario de solo dos categorías: los de la tribu (los buenos), y los otros (los malos).

Esta visión binaria genera automáticamente un rechazo frontal a todo aquello que no respalda nuestra opinión y a escuchar únicamente aquello que confirma nuestra posición ante el mundo, creyendo que así estamos respaldados y somos más respetados. La realidad, sin embargo, es casi siempre opuesta. En lugar de protegidos, cada vez estamos más desnudos, y somos más ignorantes. 

A pesar de lo arcaico de este planteamiento, probablemente usted también tenga algo de mentalidad tribal. En mayor o menor medida. Vivimos supeditados a las reglas del marketing y dominados por la última hora y la inmediatez informativa, consumimos información sin preguntarnos, no ya si lo que leemos es verdad o mentira, sino si dentro de la mentira, el dato es veraz o verosímil; y casi siempre terminamos arrastrados hacia una elección continua de bandos. De tribus primitivas. 

- ¿Eres de mi partido? Bien, eres de mi tribu.

- ¿Eres feminista? Tribu.

- ¿Comes carne de ternera? Tribu

- ¿Te gustan los toros? ¿Reniegas de Dios? ¿Adoras a mi líder? Tribu, tribu, tribu.

La política, por supuesto, también es una de esas tribus.

Cualquier pretexto es válido para clasificar a la gente en grupo. El objetivo no es otro que el que exista una tribu donde una persona pueda sentirse integrada por razones de sexo, de edad, de religión, de ideología o por cualquier otro tipo de creencia, y donde todo se reduzca al concepto más primitivo: los de dentro son los buenos. Los de fuera, los malos.

Combatir la mentalidad tribal es el gran reto de los partidos políticos.

El pasado fin de semana, Carmen Calvo pronunció una frase que encarna este tribalismo político: "El feminismo es de todas, no bonita, nos lo hemos currado en la genealogía del pensamiento progresista, del pensamiento socialista”. Más allá de la altivez que muestra la vicepresidenta cada vez que tiene un micrófono delante, la sentencia es categórica. Viene a decir que «solo si eres socialista, puedes ser feminista». 

A poco que se haya leído algo sobre feminismo, se verá ridícula esta afirmación. El feminismo trasciende a Carmen Calvo, al Partido Socialista y a un par de siglos de progreso en España. Pero lo verdaderamente triste es el cinismo con el que la vicepresidenta construye su argumento para reafirmarse en su consigna política. La política se ha llenado de vacíos que ningún partido está sabiendo llenar. Lamentablemente, hay muchas Carmen Calvo en la vida política actual, y no solo en el Partido Socialista.

Hoy en día importa más el «para qué» que el «qué». Y ese «para qué» no es, ni más ni menos, que la excusa perfecta para crear un rival al que atacar indiscriminadamente, aunque eso suponga convertir la democracia y la pluralidad de ideas en una aberración dialéctica que no aporta, no construye y no soluciona nada.

Son malos tiempos para el debate parlamentario. La calidad de los partidos ya no se mide según la altura política de sus miembros, sino por su capacidad de movilizar socialmente, de convertir grupos de personas en herramientas de confrontación y de poner círculos de colores a las libertades individuales aunque eso reduzca los grandes valores a la mínima expresión: lo de dentro es lo bueno; lo de fuera es lo malo.

Continuar por ese camino solo servirá para banalizar aún más la política y contribuir a una escalada de violencia verbal (y física en algunos casos) que no nos aportará nada como sociedad. Se trata de respeto, de tolerancia, de buscar valores por encima de credos políticos, por muy legítima que sea nuestra posición ideológica. No de una lucha de poder y egos donde prima el personalismo por encima del interés común.

El conocimiento es una estructura que crece en forma de círculos concéntricos, pero se debilita con ese pensamiento endogámico. A medida que cerramos puertas, se pierde el sentido crítico, nos cegamos ante la realidad, y acabamos convertidos en ciudadanos tribales.

Podemos seguir optando por lo efímero, por ese relato que satisface nuestras necesidades más inmediatas, o podemos tratar de construir un horizonte seguro de progreso. Podemos seguir siendo tribu, tribu, tribu, o podemos combatir el tribalismo cerrado. Pero esperar a que sean los partidos y los gobiernos los que nos den las soluciones es nuestro primer error como sociedad. 

Ser impasibles no solucionará esta crisis de tribalismo.

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