Hace tiempo me gustaba conducir, o como dicen los argentinos y muchos sudamericanos “manejar”; sí lo disfrutaba. No piensen que soy un loco de la velocidad, al menos con un volante entre mis manos, sino más bien, simplemente, disfrutaba de la sensación de libertad que daba la elección de un destino y un camino para llegar hasta él.

Durante una determinada época hacía con cierta frecuencia viajes en automóvil a los Alpes, adonde me llevaba otra de mis pasiones: la montaña, así como la búsqueda de espacios poco concurridos. Conducía, con prudencia, en función de las condiciones del tráfico y de lo que la carretera permitía, lo virada que fuera, su firme, la visibilidad, la meteorología, etc… y tanto me gustaba que cuando el viaje lo hacíamos entre dos o tres compañeros, solía solicitar para mí el turno de la noche.

Pero aquel placer ha desaparecido, las carreteras se han convertido en lugares dedicados a recolectar varias sanciones por itinerario recorrido, dando oportunidad a las diferentes administraciones (estatales, autonómicas, municipales, cuerpos de seguridad, Guardia Civil, Mossos d'Esquadra, Ertzaintza, etc…) de que nuestro paso por ellas infrinja alguna de las muchas indicaciones de las que están sembradas y bastará que un radar capte que la velocidad de nuestro coche sea de 71 km/h, por donde estaba marcado a 70, para que se nos sancione y se inicie un proceso que gentilmente se nos ofrezca cancelar contra el rápido pago de, digamos, el 50% del importe inicial comunicado, así nos evitaremos papeleo y molestias, y el sistema del “gran hermano” que se ha impuesto en nuestra sociedad se siga retroalimentando.

Hace ya tiempo, que me he plegado al sistema imperante y asumo que la decisión de ponerme en camino por una carretera no es sino una opción para que la administración de la que dependa dicha carretera, pueda optimizar la oportunidad de que en algún momento del trayecto pueda sobrepasarme en uno de los límites fijados, porque más allá de lo que imponga el sentido de la conducción, de lo que se trata es de cumplir con esas señales.

Por lo que uso el limitador de velocidad del que están dotados los actuales modelos de automóviles, rebajando la velocidad marcada en unos cuantos kilómetros, si está a 120 km/h, yo pongo 110 km, pero incluso tomando esa precaución, no de carácter automovilístico, sino recaudatoria, debo estar prevenido ante los muchos tramos que, aún en autovías y autopistas, se marcan a 100 km, 90 km e inferiores, utilizando argumentos como determinada curva o ciertas incorporaciones.

Aunque hay que ser positivos y valorar la satisfacción que podemos alcanzar al cumplir un trayecto, como si de un reto de pericia se tratase, sin haber caído en una de esas decenas de pruebas a las que nos someten los responsables de las diversas administraciones con competencias en las carreteras de nuestro país, aunque llegar al destino no será suficiente certeza de haber superado la prueba, ya que durante varias semanas podremos recibir la notificación de nuestra impericia al no haber sabido cumplir, como si de un juego se tratara, pero totalmente a rajatabla, con la señalética marcada.

A ver si los fabricantes automovilísticos amortizan sus inversiones en los modelos actuales y lanzan definitivamente los vehículos autónomos, de cuya tecnología ya disponen, porque el futuro de este medio de transporte solo se manejará entre dos ejes: llegar a un destino y cumplir con la normativa que, es evidente, cada día será más prolija.

Lo del placer de conducir ya solo es un eslogan de una campaña de publicidad. Y, por cierto, ¿para qué se siguen fabricando y comercializando vehículos que superan los 200 km/h e incluso se aproximan a los 300 km/h?, cuyos propietarios están encantados de pagar las multas que puedan recibir, mientras los demás, estaremos satisfechos de no cruzarnos nunca con uno de ellos, entretenidos en esquivarlos a aquellos y de cumplir con la ingente señalética que puebla nuestras carreteras, siempre, por supuesto, por nuestra seguridad y sin ningún afán recaudatorio.

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