Dice textualmente una de las muchas versiones de La Llorona lo siguiente: “Hay muertos que no hacen ruido, llorona, y es más grande su penar”.

Razón no le falta. Me atrevería incluso a decir que la gran mayoría de muertos son eso, muertos que permanecen silenciosos y en paz dentro de sus ataúdes.

Pero hay algunos personajes, que por mucho que pase el tiempo, nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Y digo esto porque, a menos de un mes para que se cumplan cuarenta y cuatro años de su muerte, Francisco Franco está más vivo que nunca.

El 24 de octubre de 2019 pasará a la historia como el día en que el nombre del Caudillo salió de su aletargado reposo para volver a abrir telediarios y a copar portadas de periódicos al ser exhumado casi medio siglo después, para ser emplazado nuevamente a unos kilómetros de distancia y bajo la misma tierra española que pisamos todos.

Se puede teorizar acerca de los posibles motivos que llevan a que un difunto se adueñe de nosotros, condicionando nuestra vida, pensamientos y actuaciones, llegando a ser tomado más en consideración incluso que los propios vivos.

Y es que, o bien adoramos tanto a esa persona que el presente y el futuro ya no cobran ningún sentido sin ella, o bien le tenemos tanto odio que hasta necesitamos bailar públicamente sobre su tumba para llegar a liberar esa frustración interna que nos corroe por dentro al no haber podido matarlo con nuestras propias manos.

A día de hoy no se encuentra explicación lógica a esa seducción eficaz que ejercen totalitarios y terroristas sobre la izquierda española, cuyos mandatos se reducen a orgías políticas en las que no se discierne entre narcodictadores, comunistas, socialdemócratas o conservadores, sino que todo aquel susceptible de saltarse las leyes e imponer su voluntad es subsidiario de entrar en la cama de, en este caso, Sánchez y ministros.

La obsesiva cruzada de Pedro Sánchez contra los restos mortales de un dictador ha visto la luz tras haber conseguido, a golpe de decreto, que todos los españoles destinemos dinero público a remover la tumba de nuestros recuerdos y reabramos viejas cicatrices que con tiempo, paciencia y respeto, procuramos cerrar nosotros mismos. Y no hay manera.

La única promesa que Sánchez ha sabido cumplir a rajatabla ha sido la de volver a enemistar a la sociedad entorno a la imagen y fechorías de un dictador que lleva más de cuarenta años bajo tierra.

Su medida estrella, que casualmente llega en periodo preelectoral, ha sido montar un espectáculo circense alrededor de una tumba y llamar la atención de todos a los que no les importa lo más mínimo el contenido de ese ataúd, para así poder tatuar en la frente de los españoles el símbolo de buen progresista, recordándonos a todos que sin su moción de censura seguiríamos viviendo poco menos que en una dictadura franquista.

Oyendo a Sánchez hablar de decencia democrática y dignidad, me vienen siempre a la cabeza la complicidad de Zapatero con el régimen opresor Venezolano, o aquella foto de esa Idoia Mendia al lado de un Otegi sonriente, ambos mirando a la cámara de manera lasciva, regocijándose de su indecencia mientras brindaban por ¿la libertad? ¿la democracia? ¿los derechos humanos? No sigo, que me da la risa.

El objetivo principal de Pedro Sánchez siempre ha sido promover y mantener una división social en todos los rincones de España, pasando en un momento de ser el sumiller pasivo y servicial de nacionalistas y sediciosos a organizador de eventos promocionales franquistas. Así consigue lo que busca: que los españoles nos sigamos mirando los unos a los otros con un filtro guerracivilista de por medio que nos permita clasificarnos como si fuéramos puro ganado bovino.

No solo no hemos acabado con la cultura del reproche y el rencor del 36, sino que seguimos enquistados moralmente, tratando de justificar, tanto por un lado como por el otro, las barbaridades que todos perpetraron en la Guerra Civil y durante la dictadura.

Azuzados siempre por nuestros dirigentes, que profanan día tras día la memoria de los valientes que, después de años de represión, se unieron para recomponer una democracia ultrajada y moribunda. Por desgracia, parece que ese espíritu de la Transición se ha evaporado para dar paso a un monstruo millennial rencoroso y vengativo que no entiende de democracia. Una bestia que tarde o temprano se volverá contra sus propios creadores.

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