En una sociedad mayoritariamente “buenrrollista” y “bienintencionada”, sobre todo si, uno a uno, como individuos, no tenemos que sacar dinero de nuestra propia cartera, en la que rápidamente nos alineamos ante cualquier injusticia o abuso, en el que cualquier bandera toma las calles para conquistar sus diez minutos de gloria, en la que se reconoce los justos derechos de cualquier colectivo y reaccionamos ante la manipulación que pueden sufrir los grupos sociales más vulnerables, llega a ser reconocida la creación literaria de Jez Butterworth, en su obra Jerusalem, al definir los perfiles de su personaje protagonista, Johnny Byron “El Gallo”, como un “antihéroe” con toques épicos.

“El Gallo” se enfrenta al poder (articulado por el ayuntamiento de la localidad en cuyo término tiene aparcada su caravana, con intereses, evidentes y bastardos, en una urbanización de lujo) pero su mundo, y pequeño universo, está circunscrito a relacionarse con jóvenes a los que poder manipular, entre “farlopa”, alcohol y por supuesto sexo, sin mirar si las chicas que llegan hasta él, atraídas por su pose, llegan, algunas de ellas, a la mayoría de edad.

El personaje de John Byron genera la simpatía como cualquier anarquista… ¡fuera normas!; aunque él sí las impone a quienes le rodean, que le dispensan admiración a base de un carisma administrado a través de “la ley del embudo”, la parte ancha para sí y la estrecha para los demás. Un perdedor anclado a sus propias limitaciones, que se presenta a sí mismo como una deidad dionisiaca ante su corte de aduladores.

La trama se reviste de drama épico y la ceremonia se sublima con la propia sangre del oficiante, tras más de tres horas de idas y venidas (descanso incluido) que resultan excesivas para el relato que se comparte, el cual transcurre, en su totalidad, a lo largo del día de San Jorge, festividad grande en la Inglaterra rural en la que se desarrolla la acción.

El título de la obra escrita por Butterworth se debe al himno Jerusalem, de William Blake, ampliamente asumido por la sociedad británica por representar las esencias inglesas y que aquí se utiliza como alegoría de la épica que se presenta.

Los tantas veces destacados recursos técnicos del Teatro Valle-Inclán, de Madrid, donde se realiza el espectáculo, no son optimizados, y la versatilidad de su camaleónica sala no es empleada en toda su capacidad, proyectando una escena de recreación clásica, en la que Alejandro Andújar, responsable de la escenografía, opta por representar el terreno, sucio y destartalado, donde está aparcada la caravana de “El Gallo”, en el bosque de Flintock, rodeándola de multitud de enseres (colchones por el suelo, botellas vacías, restos de comida, etc.), a modo de rastro, utilizando un único plano, todo a la misma altura, en el que no todos los elementos terminan por ser visibles desde el patio de butacas (la bañera, la televisión destrozada por Byron, etc.).

El espectáculo es dirigido por Julio Manrique, quien opta por mantener las señas de identidad de Butterworth, respetando la excesiva duración del mismo, en un planteamiento que, por momentos, se hace reiterativo.

El ritmo de las conversaciones es demasiado rápido y, con frecuencia, en un tono excesivamente elevado.

En el desempeño actoral destaca Pere Arquillué, que acierta en su recreación de Johnny Byron “El Gallo”, protagonizando lo más relevante de la propuesta, especialmente en la escena, hacia el final de la representación, que mantiene con Elena Tarrats (Phaedra). Junto a ambos, Marc Rodríguez, resulta muy creíble dando piel al personaje de “Ginger” que, de alguna manera, supone la cruz de una misma moneda, cuya cara sería Byron.

Desde la realidad suele añorarse la utopía y la épica, pero ello no puede incluir el desliz de ciertos mensajes y formas de hacer que, por si mismas, no son nada ejemplarizantes. El caos como espectáculo es una cosa, pero el deslumbre generado por los tics de un personaje como “El Gallo”, perdiendo de vista el hilo conductor fundamental de la trama, que se sublima en la piel de Phaedra, debe evitarse. Todo ello con un duración que podría acortarse, al menos, en una hora.

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