Opinión

La humildad y humanidad de los héroes húngaros de hoy

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Conocí al doctor Szigeti Gábor hace dieciocho años y durante este tiempo nunca le he visto enfadado, ni poner mala cara, ni hablar mal de nadie. Nació en Mezőtúr, en medio de la gran llanura, y sus ancestros Hun le legaron en sus genes la fortaleza y resistencia que les sirvió para conquistar y permanecer en Europa. Los dioses le otorgaron el don más preciado que pueda tener el hombre, la capacidad de la alegría. Alegría y entusiasmo fueron las actitudes con que abordaba todas las acciones de su vida.

Gábor, como esos duros de plata de antaño poseía dos caras: una de científico y otra de pater familias, y en las dos destacaba por su nobleza de ley.

Nació en una familia muy humilde y desde pequeño destacó por su inteligencia lo que le llevó a doctorarse en Veterinaria, Biología y Química, especializándose en la nutrición animal. Hablaba además del húngaro, ruso, inglés y español, y dirigió durante décadas el Instituto de Investigación de la Universidad de Veterinaria. Inventó varios productos para tratar las enfermedades que surgían en aves y porcinos que se crían a nivel industrial y nunca dejó de ejercer su docencia e investigación.

Pese a estar jubilado, siguió como emérito y participaba en el reducido grupo de científicos que se encargó de la “gripe aviar”, “de las vacas locas” en Hungría y en la actualidad pertenecía al grupo encargado de la “peste porcina”.

Compatibilizaba su actividad pública con la actividad privada, tenía una pequeña firma, con un amigo y se dedicaban a investigar soluciones para disminuir, por ejemplo, la mortalidad infantil de las aves criadas masivamente para el consumo. Sus servicios eran requeridos desde Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, Serbia, etc., por empresas dedicadas a la cría intensiva.

Por sus logros en estas materias fue nombrado Académico de la Academia de Ciencias, pero de carácter humilde nunca le gustó disfrutar de las ventajas y placeres que le otorgaba el cargo. Detestaba perder el tiempo en salones con colegas empavonados por sus títulos.

Huyó de la política y políticos como del agua hirviente, escaldado por la época que le tocó vivir, y las derivas autoritarias de la democracia en Hungría tampoco le ayudaron a reconciliarse con este tipo de actividad humana.

La otra cara valiosa de su moneda era su familia, su actividad al servicio de los demás, en la cual jugó un papel de pilar básico de sostenimiento que sólo puede ser apreciado, en su magnitud, cada día que se agranda el hueco que ha dejado. Así, por citar algunos ejemplos, era el hombre para todo, lo mismo ejercía de mozo de cuerda cuando había que transportar muebles que se convertía en electricista, jardinero, carpintero o fontanero.

Hombre de acción capaz de disfrutar con cada cosa que hacía, armado con el ”equipito” que requería la situación, para solventarla. En su faceta de chófer estaba al servicio de quién le necesitara; cada día su mujer le hacía el listado de productos y él los traía. Sus nietas le utilizaban para llevarles al colegio cuando tenían que madrugar mucho, o en invierno iba a recogerles por la tarde a las clases de música y a cualquier familiar que viajara al extranjero le llevaba o recogía del aeropuerto.

Este nivel operativo que cubría las necesidades de su única hermana, sus tres hijos y tres nietas muestra la disponibilidad de la persona que se entrega al servicio de los demás como una de las misiones de su vida que siempre realizó con buen humor, y encantado por poder compartir un rato, a solas, con cada uno de los miembros de la familia.

Espartano en lo que tocaba a su existencia, a pesar de ser una persona tremendamente generosa, también en lo económico, jamás dilapidó una moneda y, en el mundo carencial que le tocó vivir muchos años supo ahorrar, con lo que siempre podía prestar algo de dinero a los hijos que, por comprarse una casa lo necesitaran, lo que les evitó endeudarse.

Le gustaba el café, el fútbol y los deportes de competición y el fumar fue el único vicio que se permitió. Llevó toda su vida, una vida tremendamente sencilla, y nunca se permitió salir de vacaciones. En las vacaciones de los demás él siempre se encargó de cuidar sus casas y llevar a cabo, en las ausencias, algún tipo de mejoramiento, en el jardín o en las viviendas.

Nunca estuvo enfermo y murió de repente, en un segundo por una embolia pulmonar, cuando nadie lo esperaba, arreglando la caldera de su casa; al mediodía venían a buscarle para visitar una granja en Keszthely donde estaban probando un medicamento para pollos. Su muerte deja un vacío en la comunidad científica de Hungría.

Apenas dos semanas antes de su fallecimiento apareció un día con su microscopio para su nieta menor, que, a los trece años, le decía que quería se bióloga, fue su último regalo ya premonitorio. En la familia el impacto de su pérdida se mantendrá siempre así como el reto colectivo de apropiarse de la alegría y la bondad que él de manera natural tanto poseía.