Politólogos equidistantes y la trampa del diálogo

El politólogo y escritor Antón Losada. Marta Jara (eldiario.es)

Preguntado por la opinión que le merecen los “equidistantes” (a saber, los paladines de la neutralidad que no se rebajan a tomar partido por posturas en disputa, amparados bajo una ecuanimidad sin mácula), el periodista Arcadi Espada respondía lo siguiente: “La falsedad de la equidistancia tiene su origen en una falla intelectual. Una de las deficiencias cognitivas más extendidas es el creer que, entre dos opiniones, la verdad se encuentra en el punto medio”.

Este infundado moderantismo prudente, perversión intelectual interesada del mesotes aristotélico, se ha instalado con fuerza en el discurso mediático. Quien esgrime opiniones saturadas y firmes pasa a engrosar directamente las filas de los radicales. Los politólogos mediáticos, fríos analistas que pueblan las charlas televisivas para complementar con su enfoque científico los desafortunados diagnósticos de los tertulianos profesionales, se adhieren a este mismo argumentario: se considera que todo aquel que no esté dispuesto a abjurar de sus convicciones para hacerlas integrables con las del rival sufre de una presbicia que le inhabilita para advertir que el pilar de las sociedades democráticas es el sacrosanto “diálogo”.

No es este el lugar de discutir el estatus gnoseológico de la ciencia política, tan cuestionado siempre. Baste con decir que los rigurosos análisis positivos de la politología no logran epatar del todo la sospecha de que acaso la política sea más un arte que una ciencia. Queremos más bien problematizar el estado previo. Esto es, llamar la atención sobre los presupuestos filosóficos que, inevitablemente, se asumen de forma tácita en la caracterización conceptual de un problema político.

Es difícil no aceptar, con Carl Schmitt, que toda noción política está irremisiblemente atravesada por connotaciones éticas. Como dijera el teórico alemán, “resulta reconocible la condición esencialmente polémica de la formación de los conceptos y términos políticos. [...] Cuestiones terminológicas se convierten en instancias altamente politizadas”. Hecho este que no parece ser tomado en cuenta por los científicos políticos que con tanta suficiencia propugnan sus meditadas soluciones.

Presentaba recientemente un conocido expolítico catalán su último libro, arropado por un no menos afamado politólogo. No es menester recordar el nombre del escritor, ni del científico, ni del foro en que se celebró tal sarao; será suficiente con decir que el evento le sirvió a uno para apreciar la manera en que la politología científica, con su tratamiento amoral de los problemas políticos, sirve de respaldo legitimador a la trampa del "diálogo" planteada por la estrategia territorial nacionalista.

Comenzó el politólogo elogiando la capacidad de la democracia liberal para, en su pluralismo, permitir expresar visiones disidentes sobre el titular de la soberanía como las que el homenajeado sostenía, acaso olvidando que esa misma democracia liberal parte del supuesto de que el Parlamento representa a la totalidad de la nación española, como cuerpo indiferenciado de ciudadanos con derechos igualmente reconocidos por la Constitución que autoriza a los poderes Estatales. ¿Dónde está aquí, cabría preguntarle al eximio politólogo, la justificación liberal de la sobrerrepresentación de los intereses de unas regiones sobre los de otras, amparándose en no se sabe qué singularidad histórica que justificaría un trato diferencial? Pues este es, al fin y al cabo, el principal argumento sobre el que los nacionalismos periféricos fundamentan sus demandas.

He aquí la trampa de la politología de fundamentalismo pluralista: la comprensión del debate sobre el sujeto soberano español como una simple negociación entre intereses igualmente válidos. El científico político evita así “mojarse” sobre un debate que, por su propia naturaleza, fuerza irremisiblemente a posicionarse en términos de justicia. Crea de esta forma la ensoñación de que el sistema institucional liberal es capaz de tolerar (y reconciliar) una disidencia irreductible acerca de su principal condición de posibilidad, por medio de un simple arreglo estatutario. Y al hacerlo, distorsiona el problema que se discute, desdibujando al tiempo los términos y las posturas del debate.

Sobre la cuestión de la pretendida ausencia de juicios de valor en la ciencia política, el filósofo Leo Strauss decía que los juicios de valor a los que no se deja entrar por la “puerta principal” acaban entrando por la “puerta trasera”. Quien escribe estas líneas pudo comprobar fehacientemente cómo se opera esta reconducción de la polémica política a la puerta de atrás. Ya hay demasiadas instancias sociales y mediáticas comprando la habilidad discursiva del independentismo para situar el debate público en sus propios términos. Sólo nos queda denunciar públicamente su trampa y esperar que no cuenten con una cobertura auspiciada por los enfoques “neutrales” de los científicos políticos. Tarea titánica la que se nos plantea, dado el estado de cosas actual.