Entre los problemas más acuciantes de la realidad socioeconómica española figura el alto coste de la factura eléctrica y el fenómeno social de la denominada pobreza energética. En este sentido, luchar contra la pobreza energética sin tener en cuenta la estructura actual del mercado eléctrico, su regulación y las consecuencias prácticas que se arrastran en perjuicio del bienestar de una consideraba parte de la población es no abordar el problema en sus términos adecuados. El actual esquema asistencialista en torno al fenómeno de la pobreza energética, basado en el bono social eléctrico, es una medida política simple, cortoplacista y limitada que no satisface las necesidades reales de los colectivos vulnerables ni resuelve la compleja problemática subyacente.

Una perspectiva más amplia y profunda es necesaria. La situación oligopólica del mercado eléctrico y la política energética, desde la privatización del sector en los 90 hasta las recientes medidas gubernamentales sobre la factura, han agravado las desigualdades sociales. Una de sus expresiones es la incidencia que lo anterior tiene en los colectivos sociales de por sí vulnerables por razones de precariedad económica derivada del desempleo o vivienda u otras razones de exclusión social. Basta recordar aquí que en España hay 2,5 millones de personas que sufren actualmente privación material severa, el séptimo peor dato de la UE, según la Red Europea contra la Pobreza y la Exclusión.

La pobreza energética es un tipo de pobreza que se suele yuxtaponer a la pobreza general monetaria y a situaciones de desempleo, bajas rentas y exclusión social. El precio de la energía en España es de los más caros de la UE y la opacidad y regulación de dicho precio es uno de los núcleos centrales del problema de la pobreza energética, que no sólo afecta a los colectivos vulnerables sino indirectamente a la competitividad de las empresas españolas, sobre todo de las pymes, encareciendo su productividad y dificultando por consiguiente su competitividad. La política energética de los últimos gobiernos ha sido errática por haber estimulado con ayudas de Estado el sector de las renovables, que posteriormente fueron anuladas por las autoridades europeas, recibiendo el Estado español numerosas sanciones.

Una regulación orientada a las causas y no sólo a los efectos debería contemplar una desconcentración del mercado eléctrico y un endurecimiento del régimen sancionador por infracción de la Ley del Sector Eléctrico, del Derecho de Consumo y del Derecho de la Competencia. Sería oportuno la fijación de incentivos fiscales para la incorporación de tecnologías de autogeneración, autoconsumo y de eficiencia energética (como los contadores inteligentes), así como mecanismos de tutela judicial para empoderar a los consumidores energéticos, mejorar la claridad del lenguaje administrativo y de los contratos de suministro energético con supervisión y prevención de clausulados abusivos predispuestos por las empresas eléctricas. A ello habría que sumar decididamente la exención del IVA a los colectivos vulnerables y la aplicación del tipo superreducido del 4% y no del general del 21% al resto de la facturación eléctrica.

En cuanto a la facturación, no deberían contemplarse en las facturas sobrecostes derivados de las ayudas al carbón y las primas a las renovables. Estos sobrecostes no deberían figurar en la factura a pagar por el consumidor sino introducirse en los presupuestos generales del Estado. Existen posibles medidas (de política tributaria y presupuestaria) con las que reducir materialmente los importes de la factura eléctrica en beneficio de todos los consumidores eléctricos. Repensar jurídicamente la factura eléctrica requiere voluntad política y ésta puede activarse con reivindicaciones sociales y sectoriales concretas en dicha dirección.

Junto al replanteamiento de la factura eléctrica se encuentra la cuestión del pago. La energía se paga más por la potencia contratada que por el consumo efectivo. El término fijo no debería ser superior al 25% de la factura y, respecto a lo que se paga en función de la energía consumida, los primeros kWh (que son imprescindibles para llevar una vida digna) deberían tener un precio mucho más bajo, que aumentaría en los siguientes hasta penalizar el despilfarro.

Debería instarse una reforma normativa para evitar que esto fuera así, porque ello desincentiva el ahorro energético. Y lo que es peor, se desincentiva el I+D+i en tecnología de ahorro energético, como la microcogeneración mediante energías verdes y renovables como el biogás y la biomasa, o en materia de educación y climatización de viviendas nuevas o usadas, estimulando la rehabilitación energética para mejorar el aislamiento térmico. En definitiva, las soluciones a la pobreza energética podrían servir como acicate para el impulso de una economía descarbonizada y a la vez más justa.

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