Opinión

Sentada frente a la ventana

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Sentada frente a la ventana de la habitación 104, contempla el bulevar a través del hueco que dejan dos altos edificios. Todo discurre en paz en esta tarde de domingo. El circular de los coches por la calzada es continuo, fluido. “Cuando acabe el gotero me avisas, ¿eh, guapa?”, le dice la enfermera de turno. Parece una eternidad esta placidez, este ruido constante, el aire de otoño tras la ventana abierta. Esa multitud de coches de vuelta a la ciudad. Se imagina a las familias cansadas y silenciosas, como después de una larga caminata, pensando ya en el lunes. O eso parece.

De repente, todo se detiene, el verde pasa al rojo. Los coches paran. Se hace el silencio. El anochecer avanza sin que ella se dé cuenta. El bulevar se tiñe también de rojo. No es nada, se dice, sólo un cambio en el semáforo. Pero entra en pánico. ¿Es una señal? “Cuando acabe el gotero, me avisas, ¿eh, guapa?”. Mira el gotero que sigue funcionando. Al lado, el monitor de las constantes marca números, líneas con picos. Todo normal, piensa. ¿Por qué esta angustia? Es solo un semáforo. El teléfono móvil con avisos de WhatsApp la distrae. “Mamá, estamos llegando a casa. Hoy no vamos a verte; los niños están agotados”.

“Mamá”, “niños”, le llevan a su infancia: “Nena, cuando empiece a subir la leche en el hervidor apagas el fuego”. Es una advertencia seria que cuesta un gran esfuerzo de atención a una niña de diez años. Como ahora. Una amiga entra a visitarla, viene llorosa y compungida. ¿Es otra señal? Porque su amiga no suele llorar, por lo del rímel. Pero esta vez sí. Vestida con un ligero abrigo de entretiempo, con esa elegancia beige de las señoras de ciertos barrios de Madrid. Zapatos y bolso de Loewe. “Zapatos”, y recuerda aquella boda en la que los zapatos teñidos para que hicieran juego con el bolso, no recuerda si eran blancos o negros, quedaron, a lo largo del banquete, como una cebra mal dibujada -ya se sabe: “Negras con rayas blancas, o blancas con rayas negra”-, y no olvida la vergüenza de esos chorretones ante el primer líquido derramado.

Mezcla pensamientos ridículos con otros importantes, y otros banales, mientras una y otra vez el motivo principal escapa. “Cuando acabe el gotero me avisas, ¿eh, guapa?”. Pero, ¿por qué llora su amiga? Es raro, y su enfermedad no es grave, o al menos es lo que los suyos le dicen. Mira el monitor de las constantes, no hay cambios. Además, los coches vuelven a rodar con la alternancia del verde al rojo, y ya no se asusta. Sólo es un pánico absurdo. Su amiga habla y habla. Ahora conoce la razón de sus lloros: su perrita Patha está muy enferma. Hay que sacrificarla. Y le cuenta una y otra vez todos los síntomas, todo el proceso angustioso del pobre animal. Pero ella ya no escucha: “Cuando acabe el gotero me avisas, ¿eh, guapa?”.