Una oleada de preocupación y desconcierto recorre España. Los ciudadanos observan con estupor como a su maravilloso (y costoso) estado de cuatro capas le saltan las costuras, sin que el arrojo y competencia de los profesionales que batallan en primera contra la epidemia pueda compensar la falta de organización, de coordinación y de disponibilidad de recursos. Al hilo del desastre, nuestros políticos urgen a los medios e influencers afines para que ayuden a los ciudadanos a decidir si los culpables son los que están ahora en el gobierno, los que han estado los últimos dos años o los que estuvieron los siete anteriores.
El ministerio de la Paz
Nuestra 'clase política' se emplea a fondo para que permanezcamos atentos a sus enfrentamientos y disputas ideológicas. Alertaba Orwell de que, en su universo distópico, el control social efectivo, además de un “Ministerio de la Verdad” -encargado de la manipulación de la información y de los hechos históricos-, requería de un “Ministerio de la Paz”, capaz de inventar y atizar supuestos conflictos, para distraer la atención de los ciudadanos sobre sus problemas y reforzar el sentimiento de pertenencia al “nosotros”, frente a “los otros” señalados como los culpables de todos los males. Ese conflicto impostado permanente permitía mantener el sistema incuestionado sin abordar ninguno de los problemas que aquejaban a los ciudadanos.
Nuestros políticos insisten en que los problemas que padecemos tienen un único responsable (los otros), en que sólo hay dos contendientes (nosotros y ellos) y en que sólo es posible combatir desde una trinchera y con un atuendo verbal reconocible. Parece broma, pero el sistema viciado del que se alimentan unos y otros a nuestra costa va camino de irse de rositas también tras esta hecatombe, como ocurrió tras la pasada crisis.
Regreso al futuro
Tras el tambaleo momentáneo que provocó la indignación de los ciudadanos ante la corrupción política, transversal y generalizada, que alumbró algún movimiento tímidamente crítico con el sistema en su conjunto, encontramos que las medidas novedosas que se propusieron entonces para controlar el abuso, el nepotismo y la malversación han caído en el olvido.
¿Recuerdan aquella norma que iba a proteger al máximo nivel a los empleados públicos que denunciaran abusos, irregularidades y saqueos? ¿La supresión de entidades públicas que dedican la mayor parte del presupuesto a su funcionamiento interno –particularmente a sueldos hipertrofiados- y sólo una proporción pequeña fracción a prestar servicios reales a los ciudadanos? ¿Lo de analizar a fondo, la deriva de las distintas administraciones en lo que se refiere a disparidades salariales, al enchufismo, a la hipervaloración de los gestores con rango –casi todos libremente designados- frente a los que arriesgan sus vidas y/o las salvan?
Esta retahíla de “problemillas” de los que ya no se oye hablar, tiene un claro hilo conductor: todos tienen que ver con pérdida o gasto inútil de recursos -que hemos aportado, con mucho esfuerzo, para atender nuestras necesidades- en favor de las estructuras administrativas y redes clientelares que, a la postre, siempre quedan al margen de toda discusión. En un país de riqueza intermedia, sempiternamente deficitario, que va a iniciar en breve un doloroso descenso a los infiernos, ¿podemos permitirnos seguir ignorando estas “zonas de sombra”?
Si la burocracia, los políticos y los altos burócratas son intocables, los ajustes presupuestarios tendrán que recaer sobre todo lo demás. Tendremos, otra vez, los mensajes convincentes reservados para los casos de crisis. En el lado de los ingresos, “hay que contribuir más” y en el de los gastos, “tenemos que apretarnos el cinturón”. Pero en el segundo sólo hay una variable a considerar: los servicios que se le prestan.
El primer ajuste apetecible es el de los sueldos de los empleados públicos, incluidos los policías y jueces que les protegen, el de los sanitarios que les salvan y el de los militares que recogen a los fallecidos y les dan sepultura, entre otros muchos. Ahora hemos descubierto que se levantan cada mañana para prestarnos servicios imprescindibles y tangibles. Merecen aplausos, pero sobre todo unas condiciones dignas de trabajo.
En el capítulo de gastos, hay un término fijo bien difuminado: el coste de las estructuras burocráticas, incluidos sus clones innecesarios y sus pirámides de mando. ¿Ha oído usted algo serio en la línea de revisar este apartado -qué es necesario y qué no, qué puede simplificarse sustancialmente- a alguna fuerza de gobierno, en los últimos 40 años? Nada, nunca. Todo lo contrario: se trata de elementos fijos, incuestionables, perpetuos. Oirá propuestas varias de cambios legales y constitucionales –desde la forma de gobierno a la sucesión al trono- pero nunca alguna que se refiera al meollo de la burocracia o a las estructuras políticas. Sería lo único necesario e inmutable. Lo es, pero sólo para ellos.
¡Ojalá toda la culpa fuera del gobierno!
España tiene recursos suficientes para mantener un sistema público de salud bien dotado y dimensionado. Pero no para mantener, simultáneamente, una burocracia desproporcionada para gestionar la complejidad artificiosa que genera su estructura irracional, diseñada para satisfacer objetivos políticos y no para dar servicio a los ciudadanos. Necesitamos saber qué proporción de burocracia y cuál de prestadores reales de servicios estamos pagando.
La mayor parte de estos últimos (médicos, enfermeros, cuidadores, profesores, jueces, policías, bomberos, funcionarios, entre otros muchos) se encuentran en la base de la pirámide de decisión. Y sobre esa fuerza de choque frente a los problemas más graves, se alzan las pirámides de burócratas, mayormente libre designados.
Nuestros políticos se han dedicado a fragmentar progresivamente esa base de servidores públicos imprescindibles y a construir sobre cada fragmento una nueva pirámide de burócratas que necesita nuevos nombres y regulaciones para justificar su existencia. Y así crece la proporción de clones burocráticos frente a la de prestadores reales de servicios, cada vez más segmentados, descoordinados y desigualmente tratados.
En los pisos medios y altos de la pirámide, donde el dedo político opera, el personal es por definición muy importante, y con gran responsabilidad, que debe estar adecuadamente recompensada. Los otros son demasiados, decenas de miles, no importa su mayor cualificación y responsabilidad objetiva, para estar adecuadamente valorados y retribuidos.
¿Conoce algún estudio sobre cómo tratamos y compensamos –en dinero y en ventajas sociales- a todos los políticos y burócratas desde la administración central hasta el último ayuntamiento y cómo a los que aplaudimos todas las tardes? ¿Sobre cómo tratamos a los que pensionamos de por vida, por sentarse en un asiento a asentir y cómo a profesionales necesarios, que hemos expulsado del mercado laboral o contratamos por días, a veces por cuatro perras? Nunca jamás.
Si queremos sobrevivir y prosperar, hay que revisar urgentemente este paradigma perverso, la escala de valores. Determinar cuáles son las responsabilidades orientadas a desentrañar complejidades autofabricadas y cuáles las que resuelven problemas objetivos, reconocidos como tales en cualquier en país del mundo. No podemos perder más sanitarios, científicos, técnicos, ingenieros que se van a resolver problemas importantes a otros países, y mantener una burocracia elefantiásica, pagada a precio de oro, incompatible con la modernización del país.
Ojalá todo esto fuera culpa de este gobierno. Pero no, ni éste ni los que quieren sustituirlo tienen ninguna intención de abordar las reformas profundas que el país necesita para evitar otras situaciones similares. Se necesitaría una enorme indignación ciudadana. Y, de momento, no parece que decenas de miles muertos vayan a bastar.
¡Vivan las caenas burocráticas!
España tiene –todavía- un capital humano cualificado, laboratorios y equipamiento para hacer frente a retos como el que enfrentamos. Pero está disperso y descoordinado, malbaratado, bajo el control de administraciones diversas y sin un plan de contingencia claro que prevea un mando realmente único y cualificado, capaz de responder de verdad rápidamente ante situaciones de esta naturaleza. Y, para ello, habrá que cambiar las leyes y eliminar las estructuras que sea necesario.
Es imprescindible, o la gente muere. Habrá que revisar también las previsiones de aprovisionamiento de suministros estratégicos para situaciones de crisis. Esto es lo más parecido a una guerra y no se puede dejar la fabricación de las balas al arbitrio de gobiernos externos. Más aún cuando la política de la imprevisión y el “todo a 1 €” nos ha llevado a aprovisionarnos de balas con pólvora mojada. Esos cientos de miles de test que, de haber funcionado, hubieran permitido avanzar mucho más rápidamente en la gestión de la epidemia. Y los reactivos e implementos necesarios para los laboratorios, que también han escaseado.
Tenemos potencial para desarrollarlos aquí, aunque salgan más caras en dinero. Ya hemos comprobado que, ante una amenaza global, no quedará nada para nosotros si no tenemos reservas y/o un plan para fabricar aceleradamente lo que necesitamos.
Hay que dedicar mucha materia gris a cambiar todo lo que haya que cambiar y a planificar todo lo que haya que planificar para estar a la altura de estos nuevos desafíos.
Si los burócratas siguen detentando el verdadero poder de decisión y la burocracia no se trasforma en un medio orientado resolver los problemas, sino que sigue siendo un fin en sí misma, la ineficiencia diaria y la próxima tragedia están servidas. Los españoles ya dijimos ya una vez, vivan las caenas y nos adentramos en una larga senda de espaldas a la modernidad, que todavía padecemos. ¿Repetiremos el grito tras lo que estamos viviendo y lo que se nos viene encima?