El escenario pandémico nos ha dejado una economía mundial debilitada. Los expertos tratan de vislumbrar cuando llegará la recuperación, pero pocos son los que apuntan a cómo se producirá ese recrecimiento económico. El sistema está tratando de sobrevivir reanimando la demanda con inyecciones cada vez más potentes de dinero fíat, sin respaldo, por parte de los bancos centrales. Esto permite sufragar el gasto expansivo de los gobiernos, a costa de desplomar los tipos de interés en el mercado, hasta hacerlos nulos e incluso negativos. Está por ver por cuánto durará la eficacia de este remedio, porque cuando se desajusta tanto la relación entre la cantidad de dinero creada y la cantidad de bienes y servicios reales en el mercado, la experiencia histórica nos dice que se puede terminar en una situación hiperinflacionista, con el desastre que ello implica para el comercio y la sociedad de un país.
En principio, parece innegable que, aunque la economía mundial se haya desglobalizado en los últimos meses por causa de la emergencia sanitaria, y por las recientes tensiones geopolíticas entre EEUU y China, los países y sus sociedades cada vez son más interdependientes. No sólo entre sí, sino también con respecto a los grandes oligopolios industriales, energéticos, farmacéuticos y tecnológicos transnacionales. Pero los grandes desafíos globales, como la pandemia y el cambio climático, siguen exigiendo acuerdos institucionales y organizativos a nivel supraestatal, aunque la economía se haya contraído y desglobalizado. La economía mundial presenta a veces un juego de suma positiva, donde la ganancia de unos actores también beneficia al resto, pero también se combina con un juego de suma cero, donde para que haya un ganador tiene que haber necesariamente un perdedor.
La diplomacia internacional debe conducir esta crisis mediante ajustes muy finos, tratando de maximizar el juego de suma positiva y limitando los efectos del juego de suma cero. Las brechas sociales abiertas por la crisis económica deben irse cerrando, aplicando medidas políticas que contribuyan a regenerar un desarrollo social sostenible. La sociedad debería impedir que la salida a esta crisis se hiciese como la de 2008, donde el crecimiento económico sólo benefició a una minoría de grupos que se enriquecen a costa de la precariedad y empobrecimiento de una mayoría.
La crisis pandémica ha demostrado lo muy interconectadas que estaban las poblaciones y regiones de todo el mundo. También ha puesto de relieve lo muy diferentes que son las psicologías colectivas y las actuaciones de los gobiernos a la hora de reaccionar ante una amenaza global que pone en riesgo no sólo la salud pública sino también los presupuestos del crecimiento económico. En las últimas décadas se había planteado una economía global basada en el crecimiento infinito, pensando que este concepto y sus metodologías acabarían dándonos un mundo más desarrollado, seguro y equitativo.
Sin embargo, la pandemia, la emergencia climática y la crisis económica mundial demuestran que los presupuestos del crecimiento económico no contemplan generalmente los principios y exigencias mínimas de prudencia, justicia social y sostenibilidad. La respuesta macroeconómica está mostrando el gran desequilibrio interno del sistema en su conjunto, con sectores sociales abocados al desempleo, a la precariedad laboral y a la pobreza. Todo ello es el caldo de cultivo del populismo y del resentimiento, que se plasmará en protestas callejeras y en la desconfianza en las instituciones democráticas.
La sociedad deja de estar cohesionada cuando la desigualdad y la ausencia de oportunidades para amplias capas sociales supera unos umbrales críticos. La asimetría de las tasas de crecimiento entre las rentas del trabajo y las del capital, potenciada por las crisis, nos enseña que la política redistributiva y tributaria basada en la renta, de matriz socialdemócrata, está fallando clamorosamente, sobre todo en el contexto occidental. Sigue creciendo la brecha social. Es momento de plantear alternativas, enfatizando los principios predistributivos de la propiedad de los medios de producción. Fórmulas organizativas como las cooperativas, las mutuas o las sociedades laborales deberían incentivarse.
El declive civilizatorio obligará a repensar el modelo de crecimiento y por tanto las bases de la economía y de la sociedad. Porque una cosa es el crecimiento de la producción, en términos cuantitativos y otra cosa el crecimiento cualitativo. Los conceptos de producción de países y empresas deben compaginarse con su impacto social, por ejemplo, en términos de justicia y equidad en los intercambios. Más pronto que tarde la economía mundial tendrá que adoptar indicadores y criterios de valoración del rendimiento económico que superen el reduccionismo de los criterios cuantitativos de crecimiento para integrar elementos cualitativos con los que medir el desarrollo social efectivo.