Desde Barbate a Doñana, a lo largo de casi 100 kilómetros de costa, se encuentran sumergidos los restos de algunos de los navíos que combatieron en Trafalgar. Más de dos siglos transcurridos, sin necesidad de bruñir su recuerdo, muestra la magnitud histórica de la batalla que diseñó una nueva jerarquía de potencias en el mundo y fraguó héroes para los pueblos y su historia.
Si terrible fue el combate, también lo fue una tempestad enfurecida que lo rubricó con negras lluvias de pavesas, sombras y muerte. Una fuerza indómita, incontrolada, quiso borrar de los mares tanta desolación, tanto dolor.
Enmudeció la altisonancia de los cañones y el gemido de los heridos; quebró la soberbia de los vencedores y humilló la desdicha de los vencidos… Es la fatalidad, como glosó Virgilio, quien impone su orden… y el hombre quien la sufre sin opción, porque los designios rolan ajenos a la dirección de los vientos.
La tempestad hundió navíos y estrelló a otros contra la costa, entre ellos, los españoles NSMC San Francisco de Asís, NSMC Rayo, NSMC Monarca y NSMC Neptuno: uno en la Bahía de Cádiz, otro en la Playa de Castilla en Ayamonte (Huelva), uno en el Puerto de Santa María (Cádiz) y el último, en Arenas Gordas (Huelva).
No fue algo espontáneo que surgiera de la nada. Antes de dar la vela en Cádiz, Churruca comentó los niveles muy bajos del barómetro y su advertencia de vendaval duro:
«[…] No apruebo la salida de la escuadra combinada del puerto, porque está muy avanzada la estación y los barómetros anuncian mal tiempo: no tardaremos en tener vendaval duro, y por mi parte creo que la escuadra combinada haría mejor la guerra a los ingleses fondeada en Cádiz, que presentando una batalla decisiva […]».
Era conocido en Cádiz, desde siempre, que el inicio del otoño, tras un verano muy caluroso, se caracterizaba por borrascas con una brusca bajada de la presión atmosférica, fenómeno conocido como «vendavales». Pertenecen al recuerdo los naufragios de navíos de la Carrera de Indias en este puerto hacía ya mucho tiempo.
Hubiera sido una estrategia adecuada quedarse fondeados a refugio en puerto y encontrar en la naturaleza un inesperado aliado que barriera a la flota inglesa.
No se quiso.
Se buscó en la batalla no una victoria asequible, sino la redención del almirante francés: las exigencias de la conciencia pertenecen al fuero más íntimo y, por ello, veladas al juicio de extraños. ¿Quién puede, si no Dios, conocer lo inescrutable de cada hombre?... Y en todo caso, como reflexionó Séneca: nadie pone freno a sí mismo, cuando empieza a ser empujado a la deriva.
Lo que se inició en el escenario del combate, y se incrementó tras él, fue la aparición de una «gota fría» o «cut off lows». Fenómeno atmosférico integrado por truenos, relámpagos, chubascos, olas encrestadas, nieblas, viento…
Al no disponerse de instrumentos técnicos de medición, la investigación se reduce al análisis de testimonios de algunos oficiales y marinería: diarios de abordo y cartas particulares y oficiales. Metodología de análisis documental e histórico. Ellas no nos proporcionan, por sí mismas, una descripción precisa del fenómeno climatológico. Pero sí, al menos, ofrecen impresiones personales y constatan hechos que son útiles para percibir un entorno que se vivió junto a la angustia del combate. Y, posteriormente, junto al pesar de la derrota.
Los marinos definen los vientos conforme a su criterio razonado, estrechamente unido a su experiencia de navegación. Además, el uso de diversa terminología, desde la amplia y poco descriptiva recogida, por ejemplo, en el Diccionario marítimo español de 1831 cuyas voces fueron usadas en el conflicto naval, a la más expresiva de la británica escala de Beaufort de 1805, no ofrecen mayores precisiones. Ante la falta de medios tecnológicos todo se trata de percepciones subjetivas.
No sería atrevido afirmar que Trafalgar fue un combate entre navíos de distintas potencias, pero también contra una naturaleza rota de furia y cólera.
¿Podríamos encontrar en la actualidad una situación similar a la producida en octubre de 1805?
Se ha comprobado que los primeros veinte años del siglo XIX fueron los más fríos de los últimos dos siglos en el hemisferio norte. Tesis también sostenida por Font Tullot para quien el clima a principios del siglo XIX era más variable que el actual, producto de la Pequeña Edad de Hielo.
Ello impide encontrar situaciones análogas, aunque sí parecidas, pero sin su intensidad y persistencia.
En octubre de 1805, por ejemplo, Noruega registró tres grados centígrados por debajo de su media, siendo uno de los seis octubres más fríos entre 1762 y 1946. En Inglaterra, octubre de 1805, registró dos grados por debajo de la media, siendo, junto a octubre de 1926, el más frío registrado.
Nos situamos ante la descripción de estos sucesos climáticos tan extremos, pero no es el momento porque merecen un estudio más prolijo y detallado.