Opinión

Lo esencial

Sede del Consejo General del Poder Judicial.

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Decía El Principito que lo esencial es invisible a los ojos, una reflexión que comparto y a la que añado que esa invisibilidad de lo esencial puede hacer que acabemos dándolo por sentado. Ahora bien, aunque no sea tangible, bien que podemos sentir cuando un evento exterior viene a alterarlo, como estamos padeciendo en este fatídico año: dábamos por hecho algo esencial como la cercanía de los abrazos de nuestros seres queridos o la libertad de movimiento, por ejemplo, y cómo hemos notado su pérdida.

Como también hemos notado la grave sacudida a principios democráticos esenciales que acabamos de sufrir en España. No es esta una afirmación fruto del maximalismo al que nos tienen acostumbrados determinados políticos. El intento de controlar el poder judicial que un martes 13 de 2020 (vaya fecha) han presentado al alimón los portavoces de PSOE y Podemos es un ataque frontal no a la oposición, que sería legítimo, sino a los principios democráticos en su esencia misma, que ya no lo es.

La separación de poderes ha estado presente desde las primeras reflexiones sobre cómo configurar un sistema democrático. No me refiero tan solo a la archiconocida y nuclear obra de Montesquieu (El espíritu de las leyes), sino que en la Grecia clásica Aristóteles ya planteó en su Política la necesidad de dividir el poder en lo que llamó tres elementos: el relativo a las magistraturas, el que delibera sobre los asuntos de la comunidad y la administración de justicia; es decir, ejecutivo, legislativo y judicial.

Esta separación de poderes es consustancial a la democracia porque democracia es lo opuesto al despotismo. “Cuando los poderes están unidos en el mismo cuerpo, no hay libertad. Si el poder judicial se une al legislativo, el juez sería el legislador pudiendo dictar leyes injustas y en la unión con el poder ejecutivo el juez tendrá la violencia de un opresor.” La cita no es mía, es de Montesquieu, pero poco más hay que añadir, salvo valorar la casualidad (o no) de que esta pesadilla de martes 13 se produce justo cuando nuestro vicepresidente segundo (y líder primero de su partido) solo haya pospuesto su imputación por la protección que le otorga su condición de aforado.

La Constitución de 1978 fijó en su artículo 122 que era necesaria la mayoría de tres quintos para elegir los ocho miembros del Consejo General del Poder Judicial propuestos por las Cortes (cuatro el Congreso y cuatro el Senado). En una sentencia de 1986, el Tribunal Constitucional ya tuvo que hacer piruetas argumentales para dar amparo a la voracidad del poder político que expandió el control por mayoría de tres quintos a los otros doce miembros del CGPJ, nombrados entre jueces y magistrados. Una sentencia que confirmó la reforma operada por el gobierno socialista en 1985 de la que se puede aceptar que sea constitucional, porque así lo dictaminó el Tribunal competente, pero que supuso un primer golpe a la independencia del poder judicial.

Un golpe duro. Porque no nos engañemos: lo que PSOE y Podemos pretenden hacer ahora supone darle un golpe de gracia a un sistema que de por sí es muy mejorable en su calidad democrática y en el que el compadreo entre los partidos predominantes en la historia democrática de nuestro país ha permitido un obsceno reparto de jueces “progresistas” y “conservadores”, como quien reparte cromos, que ha ido en paralelo con el enjuiciamiento de los innumerables casos de corrupción de los “hunos” y los “hotros”. Lo que pretenden hacer no es otra cosa que despejar las dudas que genera el actual sistema sobre la independencia judicial: si se opera lo que pretenden rojos y morados, ya no existirá ninguna duda de que el judicial no es un poder independiente.

En momentos como este no sirve la tibieza, ni los paños calientes, ni la confianza en que el Tribunal Constitucional o la Unión Europea acabarán abortando esta iniciativa o la afearán como están haciendo en otros países del este de Europa, con gobiernos de extrema derecha (cuánto se parecen los extremos entre sí). En momentos como este en los que nos jugamos algo tan esencial como la separación de poderes consustancial a la democracia, quienes creemos en ella tenemos el deber moral de levantar nuestra voz y dejar patente que la reforma que necesita el CGPJ es avanzar hacia una mayor independencia del poder político.

Tenemos el deber de dar esta batalla no para defender el modelo actual, que no es bueno, sino para defender un modelo en el que el poder judicial en España se convierta realmente en uno de los tres poderes independientes propios de un estado democrático. Esto es, justo lo contrario de lo que nos están planteando, con la connivencia de los nacionalismos periféricos -que ven en esta propuesta la posibilidad de debilitar la democracia española con otros oscuros intereses-. Al menos así podremos mirar a la cara a nuestros hijos y les podremos decir que en este fatídico año alguien estuvo defendiendo lo esencial. Ojalá también les podamos decir que los demócratas vencimos.