Puesto el pie en el estribo de la diligencia con dirección a Barcelona quedaron atrás recuerdos, familia y amigos. Sí, conocía el miedo que provocaba ir destinado a Filipinas: huracanes, largos periodos de lluvia, humedad extrema durante todo el año; seísmos frecuentes, volcanes activos que lanzaban fumarolas a diario; malaria, cólera; la selva y sus misterios; incursiones de los «juramentados», islamistas radicales de toda edad y sexo, que, empuñando un Kris, de hoja ondulada, penetraban en las aldeas españolas asesinando todo hasta que eran abatidos.

Recordaba la campaña que en 1848 se emprendió en la isla de Balanguingui, archipiélago de Sulú, contra los piratas malayos. Y la de 1851 que reconquistó la Isla de Joló aplacando a los subversivos asaltantes de navios…

No era un destino apacible, tampoco invitaba a estancias lúdicas, pero lo que mueve a un hombre a buscar otros mares son causas poderosas y socorrer a su madre viuda y hermana eran razones más que suficientes.

Tomó posesión de su puesto en Madrid y el 1 de enero de 1882 embarcó en el vaporcorreo del marqués del Campo, atracado en Barcelona con destino Manila. Lo despidió en el puerto su hermano José, siempre cariñoso con un hermano que admiraba y sabía de los enormes sacrificios que suponía el traslado.

Acometió una travesía larga, de treinta días, para recorrer 9.285 millas, con atraques en Alejandría, Puerto Said, Suez, Adén, Punta de Gales, Singapur y Manila. Preferible esta opción a aquella otra que bordeaba el cabo de Buena Esperanza con una duración de cuatro meses, habitual antes de abrirse el Canal de Suez.

En el barco coincidió con el Dr. Rivadeneira, amigo de la familia, también de viaje a Manila para ocupar una plaza en el Hospital de la Universidad de Santo Tomás. Surcaban los mares en un vapor de hélice, casco de acero, 2.309 toneladas, eslora de 98m. y 240 cv. de potencia, maquina construida por Ravenhill, Eastons & Co., de Londres, montaba tres mástiles y velamen. Fue fletado en 1873. No era pequeño, tampoco inmenso, pero su presencia infundía contundencia.

La navegación era cómoda y así lo fue durante un tiempo hasta que se alcanzó el canal del Kelibia, a la altura de Túnez, en donde las corrientes marítimas profundas fluyen de este a oeste mientras que las de superficie cursan en dirección contraria.

El vapor aguantaba los envites de este capricho natural si bien el pasaje mostraba inquietud: ¿Cómo mostrar indiferencia ante una fuerza oculta que, bajo las aguas de un mar, casi apacible, podían zarandear con esa fuerza la cubierta de acero del buque y con ese tonelaje?...

A la altura de Alejandría, desde la banda de estribor, pudieron contemplar la columna de Pompeyo: 27 metros de alta, capitel corintio y moldura cóncava de base jónica, toda de granito rojo de Asuán. Fue construida por los ptolomeos en donde se encontraba la cima de su acrópolis.

Arribó a Puerto Said. El vapor debía repostar carbón durante algunas horas y el pasaje desembarcó. El puerto ofrecía un servicio de transporte para visitar la población. Unos burros enjaezados, con buena estampa, esperaban con las bridas atadas a un cobertizo. Eduardo y el Dr. Rivadeneira decidieron conocer el pueblo que se encontraba a unos 25 minutos de trayecto.

La primera impresión fue dada por destartalados carruajes circulando de cualquier modo junto a rebaños de cabras por vías de tierra, un caos polvoriento sin duda, pero un caos muy natural…

Algunos pudieron degustar un té con hierbas aromáticas, otros, visitaban bazares que ofrecían toda clase de género del país. De regreso, vieron el nuevo hotel mandado construir por el bajá de Egipto para viajeros que necesitaran pernoctar a la espera de su barco.

Abandonaron Puerto Said y el buque acometió el canal de Suez con dirección al Mar Rojo y desde allí, al Océano Índico. Era frecuente y, solamente conocido por algunos, que los árabes arrojaban a los críos sobre la cubierta, que ávidos, buscaban bolsos y equipajes de mano, saltando rápidamente a tierra por popa.

Los paisajes perdían la frondosidad del occidente; adquirían la aridez de la arena. El desierto era ya una realidad imperativa, un vacío que transmitía serenidad e inquietud. De cuando en cuando, una caravana de bereberes con majestuosos camellos transportando mercancías entre dunas y prolongadas e infinitas superficies que proyectaban la luz del sol, siempre cegadora.

Algunas tardes, después de cenar, paseando sobre la cubierta, Eduardo y el Dr. Rivadeneira, escuchaban asombrados, a lo lejos, las dunas musicantes… con tonos monótonos, sobrecogedores en unos momentos, en otros, sollozos dolientes que vagaban entre arenas…. Misterios de los desiertos que ocultan mil semblantes a extraños.

(Continuará).

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