En la puerta, ¡Fenoy! Defensa: ¡Torrecilla, Gail, Andrinúa y Juan Carlos! Medio campo con ¡Jorge, Minguela y Eusebio! Más arriba ¡Aravena y el pato Yañez! En punta… ¡Víctor!
Entrenador… ¡Vicente Cantatore!
Gritábamos cada nombre con fe de converso hasta la ronquera. Era el «nuevo» estadio José Zorrilla, mediados los 80 del siglo pasado. Estábamos en fila alta: preferencia especial; números 40 y 42. A mi derecha escoltado por una plana mayor de sujetos de la Compañía de Jesús; a mi izquierda educado por una colección de Viejas Guardias que habían visto más fútbol que nadie. Yo estaba protegido por mi tío, el hombre que me había iniciado en esto del fútbol cuando, años atrás, me llevó a medio partido en el otro estadio, el «viejo». En ese partido, contra el Español de Barcelona, ganaba el Pucela al final y yo entendí la felicidad.
Aquel día mágico, estábamos de pie junto a unas rejas que hacían de frontera entre el campo y temblaban de tensión. Era la primera fila: gritos bruscos, tíos diciendo tacos con tos bronquítica, todos encerrados en una nube de nicotina de Farias que aislaba este escenario del resto del mundo. Yo miraba de soslayo a mi tío, maletín de ejecutivo, bufanda gris y gorra parda. Él me sonreía para tranquilizar mi asombro mientras preguntaba: «¿Te gusta?». Como siempre he sido un niño formal y educado, entendiendo eso como «muy pulido» vamos, hacía una pausa, antes de responder, pensando si mi madre era consciente de dónde estaba. Porque era un mundo totalmente desconocido: muy adulto, de formas lumpen, de palabrotas y gritos, de barro y blasfemias, mucho tabaco y gente de todo pelaje y concepcion. Una cofradía de unión inmediata que asistían ensimismados al heroismo de dioses sufrientes peleaban en un olimpo blanquivioleta.
Asi la droga del fútbol entró en mí sin remedio, adicto cada domingo, sea el primer equipo, sea el Promesas. Era inicios de los 80 y un Valladolid con Paquito entrenador, Gilberto, los Pepín y siempre «el loco» Fenoy, me llevaban en volandas a la gloria.
Recuerdo esto hoy con más intensidad si cabe… y emocionado porque hoy, Vicente Cantatore, Don Vicente ha fallecido. Y lo siento en el alma, personal, sentimentalmente y como parte fundamental de mi biografía. Ya llevábamos mucho fútbol visto cuando llegó al Pucela, pero Don Vicente, nos hizo avanzar el nivel. Un tipo «muy suyo», como reconoció con retintín y derrota el periodista Javier Ares, cuando se rindió a la evidencia de su error con una polémica menor. Esa personalidad de Cantatore, «muy suya», se trasladó a un equipo que pasó de ser comparsa a creer en sí mismo, ganara o perdiera. Y con la transformación del equipo, así creó a un público que estaba a muerte con él como ha estado con pocos. Para mí fue el primer entrenador capaz de expresarse claro en las ruedas de prensa, sobrio, superando la dialéctica del topicazo cañí y frenando la retórica filosófica que nos vendría después, vía Colombia.
La palabra justa, la pose firme y el pitillo como batuta, Don Vicente fue una escuela de fútbol; descubridor, entre otros, de Fernando Hierro cuando, en un miércoles cualquiera, le trajo su hermano Manolo con la trampa de «es un chaval de Málaga amiguete mío que vale mucho». Al verle llegar, Don Vicente le dijo «este chico es familia, ¿no?». Dos tipos con un look idéntico recién sacado de cualquier casting quinqui de película patria, no podrían más que asentir mudos.
Nos llevó a una final de copa y vibramos cada domingo; fue cesado en directo, único caso en la historia, en el programa de radio del «Butanito», por un presidente vividor. Se fue, por supuesto, «muy suyo», muy digno y muy tío. Con un par, como se van los hombres. Los últimos años se ha dedicado a recordar su gloria en una residencia de Valladolid.
Muchas gracias, Don Vicente. Esto está dedicado a mi tío y a usted. Nos vemos en el Cielo.