Nuestro filósofo de cabecera y Querefonte son dos protagonistas del libro El asesinato de Sócrates (Marcos Chicot. Ed. Planeta). Ambos acuden como espectadores a una obra de teatro del dramaturgo Aristófanes.

Este es un fragmento del libro:

"Sócrates gruñó disgustado. Aristófanes lo estaba poniendo al mismo nivel que los sofistas, que enseñaban a usar la retórica para imponerse a los adversarios en la Asamblea o en los tribunales, al margen de la justicia o la veracidad de los argumentos".

En la Grecia del año 450 a. C., los sofistas se caracterizaban por influir o vencer al adversario sin importarles la verdad, solo les interesaba la construcción de un buen argumento -aunque fuera falso-.

Lo hacían a través de la retórica. Con las frases "donut" (redondas y huecas).

...Sócrates se acercó a Querefonte para hablarle al oído. "Mira cómo atiende el público, boquiabierto. Es absurdo pero se creen todo lo que les dice un actor disfrazado".

Han pasado 2.500 años y si el Filósofo nos viera hoy, comprobaría asombrado cómo seguimos persuadidos por sofistas que hacen vibrar boquiabiertos a un gran público, al margen de la objetividad y la racionalidad.

El sofista esconde lo que hay detrás de sus aseveraciones. Es inductivo en su conversación, pero no verifica su argumento ni mucho menos intenta falsarlo. Tampoco mantiene la duda.

Sócrates, a través de la filosofía y quizás sin pretenderlo se acercaba a la ciencia planteando hipótesis, dejando espacios a la duda.

Posiblemente lo hacía así para evitar el dogmatismo. También sabía que la verdad universal no produce credibilidad.

Los sofistas son unidireccionales en su discurso, en sus conversaciones no buscan elementos para que la propia conversación avance, sino imponer con su diálogo.

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