Una de las características más notables de Shakespeare es su inigualable capacidad para profundizar en los problemas del corazón humano, en el carácter trágico de la vida. Pocos dramaturgos han sido tan valientes y sutiles en sus creaciones presentando las complejas relaciones humanas. La personalidad de sus criaturas en todas sus facetas queda perfectamente encarnada: el amor y el odio, la venganza, la codicia, la cobardía, la ambición y la nobleza, la fuerza y la debilidad, el pecado y la virtud, etc. Shakespeare supera cualquier barrera, incluidos los esquemas deterministas del puro teatro, para reflejar la vida en toda su complejidad, agrandándola y empequeñeciéndola. Es un maestro en el insondable misterio del alma humana.

En Hamlet, la tragedia se encuentra en la imposibilidad de la voluntad frente al destino. Todas las maquinaciones y planes del príncipe son contrariadas por un poder superior. La venganza no puede ir más allá de la “sombra” de Ofelia. Hamlet es consciente e inconsciente, no sabe quién es, se desconoce a sí mismo. Tal vez nosotros, habitantes también de un mundo esquizoide, nos parezcamos más a Hamlet de lo que creemos. Hamlet es dual, se desdobla, es actor y a la vez espectador de su vida. Es víctima de los otros y de sí mismo. Sus monólogos son diálogos entre el Yo y su No Yo, entre él y el que no es.

A pesar de sus circunstancias, el problema de su mundo es su propio Yo. Sufre la fatalidad de una guerra interior que tiene su centro en la incógnita de la muerte. Hamlet, escondido en la máscara de la locura, trata de evadir las verdades y las mentiras. ¿Cuántas veces nos contradecimos también a nosotros mismos en una sociedad contradictoria? ¿Cuántas veces aparentamos lo que no somos ni queremos ser?

En Otelo observamos el arrebato y la obsesión de las pasiones. El Otelo desengañado y celoso, manipulado por la red de mentiras tejida por el demoníaco Yago, es capaz de lo peor. Todo en esa tragedia se desencadena por una culpa que no existe fabricada por el mal personificado que conoce a la perfección los miedos y las debilidades humanas. Como no tiene sentimientos, Yago elige un corazón sencillo en el que descargar injustamente toda su ira, porque el mal, aunque aparente astucia, acaba siendo irracional.

Yago vive, pero no deja vivir. Parece existir con el único ánimo de crear división y dolor. No se alegra de la felicidad ajena. Sufre y desea el sufrimiento de los demás. El mal encarnado que representa Yago necesita alimentarse de más malignidad y dolor. Un mal revestido de simpatía y amabilidad que, mediante la conspiración y el susurro manipulador, arrastra hacia la desesperación a los inocentes, como Desdémona u Otelo, quién termina tan celoso como brutal.

En el Rey Lear, Shakespeare nos presenta a un anciano monarca que no descubre hasta el final de su vida la verdadera realidad. Ha sido ciego toda su vida. O, mejor dicho, fue cegado por el rencor de sus hijas, excepto de una, y por las adulaciones de sus amigos y consejeros. No supo apreciar quién a su alrededor merecía la pena. Confundió durante mucho tiempo los falsos amigos. Vivió en el engaño, en un cómodo autoengaño. Cuando se da cuenta de todo, es demasiado tarde para revocar sus decisiones y detener las consecuencias.

Cordelia es la única de sus hijas que es honesta y coherente. Es fiel a su padre Lear y por eso le dice la verdad con libertad. Pero como la verdad duele acaba siendo castigada injustamente. Lear es sinónimo de egoísmo, crueldad y arrepentimiento. Al omitir de su vida lo que de verdad importa, pierde el control de sus actos. El descontrol desemboca en la tragedia total. Y de la tragedia al sufrimiento silente y solitario. Sólo cesará ese infierno cuando aprenda nuevamente a vivir.

Aprender a vivir en medio de las tragedias cotidianas es el enigma codificado de toda la obra shakesperiana, a través de todo su universo arquetípico y simbológico. Una representación de psicologías y significados casi infinitos, en función de la descodificación personal que de estas y otras obras el lector debe hacer en sucesivas relecturas. Los rincones y laberintos mentales más secretos en los que nos sumerge el genio inglés siguen y seguirán presentes mientras nuestro planeta siga habitado de mujeres y hombres que sientan. Shakespeare no puede caducar nunca porque sus personajes, queramos o no, lo sepamos o no, tienen algo que ver con nosotros mismos. Nosotros nos parecemos a ellos y ellos se parecen a nosotros. Tal vez demasiado.

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